Название: El fuego de la montaña
Автор: Eduardo de la Hera Buedo
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Testigos
isbn: 9788428565011
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El 25 de diciembre de aquel año de gracia de1886 celebró la Natividad del Señor en la iglesia de S. Agustín. Le acompañó su prima María. Ambos comulgaron en el altar de la Virgen, donde había comulgado la mañana radiante de su conversión. Había oído decir al P. Huvelin algo que le había calado profundamente: «Nuestro Señor tomó de tal manera el último lugar, que nadie ha podido ya arrebatárselo».
Charles de Foucauld iba poco a poco entendiendo que valemos tanto cuanto amamos. Somos no lo que tenemos, sino lo que amamos. Podemos muy bien definirnos por nuestras entregas más fuertes y encendidas.
¿Por qué no seguir las huellas de Jesucristo, sobre todo en la entrega que un cristiano realiza en el estado de vida religiosa?
Al fin y al cabo, otros le siguen aún más lejos: por ejemplo, hasta la cruz del martirio. Aquel mismo año, precisamente en el África más alejada y profunda, en Uganda, murieron, martirizados por su fe, un amplio equipo de jóvenes cristianos (todos ellos de color), verdaderos atletas o campeones de Cristo[134].
En agosto de 1887 encontramos a Foucauld en el Tuquet con la señora Moitessier. Tiempo de reflexión y de reconciliación con los suyos. Lee la vida de los padres del desierto. Otra vez el desierto, como símbolo de austeridad, despojamiento, soledad libremente elegida para mejor realizar el encuentro con Dios. El destino de Foucauld será el desierto: un aventurero del desierto. Sin embargo, no sabe todavía qué orden religiosa elegir. Sabe lo que quiere, pero no sabe dónde realizarlo.
El 4 de febrero de 1888 se publicó, por fin, su esperado libro, Reconnaisance au Maroc. Pronto Foucauld reconquistaba su nombre como descubridor de mundos. Pero a él todo esto le importaba ya muy poco. Atrás quedaba una vida de triunfos humanos, y por delante se abría otra vida distinta, hecha de despojamientos y de entregas calladas.
En el prólogo que un primo de Foucauld escribió para una de las ediciones del libro, comentaba con amor y humor: «Tengo presente en la memoria a aquel primo excelente, tan dulce, siempre sonriente (...), lo que hacía que mi hermano y yo lo consideráramos venido al mundo con el único fin de que le tomáramos el pelo y nos hiciera regalos. Nos dio su equipo militar para que pudiéramos representar la comedia con otros niños. Teníamos su shako de Saint-Cyr y el gorro de batalla de Saumur. Luego, poco a poco, fueron pasando a nuestro poder todos los objetos traídos de Marruecos: pistolas, escopetas, puñales, gualdrapas de seda y, sobre todo, albornoces y chilabas...»[135].
Curiosamente aquel mismo año, Friedriech Nietzsche sacaba a la luz uno de sus más conocidos libros: El Anticristo. Mientras Foucauld se entregaba a Cristo, al que amaba profundamente, Nietzsche compadecía a aquel hebreo que –según él– había muerto demasiado prematuramente como para darse cuenta de los sueños que soñaba. A la vez, Nietzsche pronosticaba el fin del cristianismo y la «muerte de Dios». En otro lugar de Francia, el 9 de abril de aquel mismo año, una jovencita de Alençon, llamada Teresa Martín, ingresaba en el monasterio de carmelitas de Lisieux. En el futuro se la conocería como Teresa del Niño Jesús.
¡Qué diversos son los caminos de los humanos! Cada uno va por su ruta, y cada viajero tiene sus días y sus noches.
En agosto del mismo año, 1888, Charles descansaba en el castillo de la Barre, al lado de su prima, la señora de Bondy. ¡Cuánto debía al silencio, a la dulzura y bondad de su prima! El 19 del mismo mes visitaba la Trapa de Fontgombault, a unos treinta kilómetros de La Barre. Allí encontró a un hermano lego con el hábito gastado y remendado, y creyó ver en él la imagen del Cristo pobre al que Charles, precisamente, quería imitar.
Entre tanto leía apasionadamente los evangelios. Pero no todo lo veía claro. Sus estudios bíblicos no daban demasiado de sí como para despejarle dudas o responderle a preguntas. Le hubiera gustado mezclar pasajes del Corán en sus oraciones. Precisamente, en un momento histórico en que el diálogo interreligioso estaba aún lejos de la Iglesia[136]. Una cosa tenía clara, leyendo el evangelio: le seguía cautivando el Cristo de los pobres.
¿Qué quedaba de los proyectos aquellos de seguir explorando Marruecos y otros lugares de África?
Comenzaban a evaporarse, como ocurre con la niebla al elevarse el sol.
En mayo de 1888 escribió a Maupas, secretario de McCarthy en la biblioteca de Argel: «Sigo ocupándome vagamente de los países musulmanes, con intención de viajar aún por allí; leo árabe y estudio a grandes rasgos las comarcas de Levante; pero no tengo ningún proyecto fijo y no pienso salir de Francia este año»[137].
A finales de noviembre, por indicación del P. Huvelin, peregrinó a Tierra Santa. Repito: «por indicación del P. Huvelin». Él obedecía, e inicialmente emprendió el viaje sin demasiados entusiasmos. Sin embargo, este viaje fue el espaldarazo a su vocación religiosa. También, después de la correspondiente conversión, otros hombres ilustres, como Francisco de Asís o Ignacio de Loyola, se habían sentido empujados hacia el país de Jesús.
El 15 o 16 de diciembre lo encontramos en Betfagé, Betania, el Cenáculo y Getsemaní. Un poco más adelante, el 25 de diciembre, celebraba el Nacimiento de Jesús en la gruta de Belén. Jesús-Niño se le ofrecía pobre y desnudo como una invitación de seguimiento. No muy lejos, al cabo de un hora de camino, en Jerusalén, visitaba la basílica del Santo Sepulcro y el Calvario. «Es preciso, quiérase o no, cambiar de pensamientos y encontrarse otra vez al pie de la cruz»[138]. El mensaje de desasimiento y de sacrificio que significa la cruz de Jesús, asaltaba por todos los flancos su itinerario de recién convertido. Iba descubriendo, como Saulo, los designios de Dios en su vida.
El 10 de enero del año siguiente, 1889, visitó Nazaret. Ahora el encuentro lo realizó con la vida oculta, silenciosa y laboriosa de Jesús, el hijo de María y del artesano José. Se imaginaba al joven Nazareno viviendo en aquellas cuevas o descendiendo por aquellos caminos estrechos, polvorientos, encharcados en los momentos de la lluvia... («Y dijo Natanael: ¿De Nazaret puede salir algo bueno?», Jn 1,46). Otra vez, el mensaje de la sencillez de vida, del silencio y del anonimato.
Foucauld tenía ahora clarísima una cosa: elegirá, en el camino de su entrega, aquella familia u Orden religiosa que más se parezca al modelo del generoso y humilde trabajador de Nazaret. Esta idea no le abandonará nunca. Ya casi al final de su vida, el 20 de junio de 1916, en una meditación sobre Lc 2,50-51, Charles de Foucauld se detendrá en el «descendit cum eis» («descendió con ellos y vino a Nazaret y les obedecía»).
Se preguntaba Foucauld: ¿Qué hizo Jesús de Nazaret a lo largo de su vida, sino «descender» siempre? «Jesús no hizo otra cosa que bajar: bajar en la encarnación, bajar haciéndose criatura, bajar obedeciendo, bajar haciéndose pobre, abandonado, desterrado, perseguido, ejecutado, poniéndose siempre en el último lugar»[139].
El 14 de febrero de 1889 Charles de Foucauld regresaba a París. Tenía un reto o desafío: buscar cuanto antes un lugar y una comunidad religiosa donde poder vivir su fe, su llamada y su espiritualidad cristianas.
3. Después de su conversión
Entre tanto, para no precipitarse a la hora de elegir, el P. Huvelin aconsejó a Foucauld hacer un retiro en la Abadía benedictina de Solesmes. Con una СКАЧАТЬ