Mis memorias. Manuel Castillo Quijada
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Название: Mis memorias

Автор: Manuel Castillo Quijada

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: LA NAU SOLIDÀRIA

isbn: 9788491343318

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СКАЧАТЬ arremetiendo con ingeniosas y celebradas censuras, desde el obispo P. Cámara hasta el último acólito, y desde el Boletín Eclesiástico hasta la más ínfima hoja parroquial. Al publicar, a la cabeza del periódico, la lista de los que componíamos la redacción, toda la prensa madrileña y la más destacada de provincias nos felicitó, en artículos encomiásticos, porque todos los redactores eran catedráticos, menos Onís y yo, el benjamín de aquella, y por lo tanto el más desconocido en el periodismo… por poco tiempo.

      Dirigía el periódico el Dr. don Enrique Soms y Castelín,53 catedrático de Lengua y Literatura Griegas, la más alta autoridad en España en lenguas clásicas y orientales, figurando en la redacción hombres como el Dr. don Jerónimo Vida, catedrático de Derecho Penal y uno de los periodistas más conocidos y consagrados de la prensa madrileña, siempre en periódicos republicanos, en quien Ruiz Zorrilla tenía su más omnímoda confianza, Pedro García Dorado Montero, que acababa de ganar la cátedra de Derecho Penal de Granada, que luego permutó con Vida, por ser granadino de nacimiento, el Dr. don Lorenzo de Benito Endara, catedrático de Derecho Mercantil, el licenciado don José María de Onís y López, archivero de la Universidad, y yo, como he dicho, también licenciado y bibliotecario de la Universidad, pero que no portaba otro lastre que el de mi entusiasmo republicano y mi fuerza de voluntad, sostenidos con mis diecinueve años. Luego se adhirió Unamuno, cuya llegada a Salamanca coincidió, casi, con los acontecimientos que acabo de relatar, y que, en la división profunda provocada en el Claustro de la Universidad, no dudó en alistarse en nuestras filas.54

      Cada día en que, a primera hora de la tarde, nos reuníamos en la redacción, leía su artículo de fondo para el día siguiente el redactor de turno, que se sancionaba con risas y aplausos, sobre todo cuando el veterano periodista Jerónimo Vida leía el suyo, lleno de gracia andaluza. A mí me encomendaron la sección titulada «Plumazos y borrones», en la que, algunas veces, colaboraba Onís, de verdadera y encarnizada lucha diaria contra los lebreles y gozquecillos clericales que dominaban la prensa capitalina. Mi columna llegó a ser tan popular que mucha gente esperaba la salida del periódico para saborear mis lanzadas contra los diarios y personajes agresores que figuraban en el campo de enfrente, como los catedráticos de la Facultad de Derecho, los señores don Enrique Gil Robles, padre del «jefazo» de la CEDA, don Nicasio Sánchez, pariente lejano mío, a quien mi abuelo protegió familiarmente, y el decano de Filosofía y Letras, don Santiago Sebastián Martínez, hombres todos de la más intransigente derechista.

      Mis «Plumazos», de los que Unamuno era gran entusiasta, sobre todo cuando dirigiéndome al obispo argumentaba mis razonamientos con oportunísimos textos bíblicos, llevaban, como principal táctica, la de dividir al enemigo, o mejor, ahondar la división enconada y salvaje que, a la sazón, invadía el partido católico español, el de los interistas, respaldados por la Compañía de Jesús y dirigidos por el batallador diputado don Ramón Nocedal,55 representante de la más cínica intransigencia ultramontana, cuyo órgano en Madrid era El siglo futuro, y el de los llamados «Mestizos» o de La Unión Católica, cuyos supremos jefes eran los Pidales, tan fanáticos como sus correligionarios, enemigos, pero un poco más transigentes con los políticos de la situación, puesto que figuraban en la extrema derecha del Partido Conservador, cuyo órgano era la Unión Católica.56 Ambos órganos, que se disputaban ser la verdadera Tía Javiera del catolicismo, se emulaban en la defensa del dogma en todas sus facetas, disputándose el derecho de expedir patentes de catolicidad y recabar la dirección de los fieles, estando en continua greña en la diaria lucha, en la que la violencia hacía olvidar no solo la humildad y fraternidad cristiana, sino que también, con su especial léxico tomado del de pescadoras y verduleras, dejaba a un lado las consideraciones de un periódico debidas a sus lectores y en las que ellos, más que otros, debían dar el ejemplo.

      Como he dicho antes, estos periódicos, con manifiesta insensatez, ahondaban, cada día más, la división entre los católicos españoles, con gran escándalo de las personas sensatas y, sobre todo, en su alto clero, puesto que figuraban en ambos bandos obispos, arzobispos, canónigos y párrocos en propiedad, como, entre otros, los obispos de Barcelona y Plasencia, integristas acérrimos, a quienes el propio Vaticano hubo de sujetar por reclamación diplomática del Gobierno, y otros, como el de Salamanca, gran figura entre los «mestizos».

      En Salamanca, la división era más enconada porque los integristas, movidos por los jesuitas, que tenían a su cargo el Seminario Conciliar, del que se surtían todos los curatos de la diócesis, y que tenían su periódico de verdadera batalla, dirigido por Manuel Sánchez Asensio, traído a esos efectos de la redacción de El siglo futuro y que contaba, además, con la anónima cooperación de dicha compañía, titulado La Región, con vida económica segura y desahogada, garantizada por dos de las familias charras más ricas y fanáticas: la del millonario [Manuel] Sánchez Tabernero, marqués de Llen, que terminó profesando como lego en la Compañía de Jesús, y su mujer, como monja en un convento, con la autorización que debió de ser muy bien remunerada del Vaticano, a juzgar por lo que ambos hechos significaban, estando casados, cuando el papa se sirvió regalarle un solideo bendecido, exprofeso para él, para el día de su consagración, y la familia de [José María] Lamamié de Clairac, cuya ruina puede, como causas, dividirse entre los toros de su ganadería y su ineptitud y sus espléndidos y fáciles desprendimientos, cuando la «santa causa» los demandaba.

      El obispo hubo de instalar una imprenta muy bien dotada en el edificio del antiguo Colegio de Calatrava y fundar un periódico con el título de El Lábaro,57 más tarde cambiado por el de El Criterio, que desplegó su bandera en defensa del diocesano y de su corifeo, contra los lancetazos que le lanzaban, todos los días desde La Región, sus intransigentes enemigos de la Compañía de Jesús.

      Mis «Plumazos y borrones» cultivaron esa lucha enconada entre ambos bandos, aprovechando las mal embozadas censuras dirigidas contra el prelado, al comentar sus actos y escritos en las cartas pastorales, y nuestro periódico los aludía con todo desenfado y franqueza, lo que se dice «a las claras», excitando al integrista a que las rectificase, si era capaz, contestando a La Región con el silencio que, en aquellos casos, era una aprobación de lo que decíamos al interpretar sus censuras, lo que motivaba el natural baculazo episcopal, que remataba en la suspensión del mencionado periódico católico, a la que «humildemente» había de someterse, pero continuando la publicación, apareciendo con otro título, sosteniendo la misma irreverente campaña, repitiéndose esta escena por siete veces, que luego contestaba Asensio diciendo que le había suspendido tres toros con un sobrero. En una de las últimas cartas pastorales dio el golpe de gracia a las sangrientas burlas del periodismo integrista local, publicando en el Boletín Eclesiástico la condenación, no solo al periódico, sino a cuanto escribieran don Enrique Gil y Robles y don Manuel Sánchez Asensio, aun sin firmarlo, por creerlo perjudicial para las almas católicas.

      Y esa fue la victoria de La Libertad, que después hubo de cambiar tan noble título por el de La Democracia, cuando pusimos imprenta propia, lo que siempre consideré como un error, aunque mi parecer no tuvo éxito, por aquello de que era tan joven, aunque después los hechos me dieron la razón.

      Claro es que en aquella lucha fui objeto de toda clase de persecuciones, como fueron las dos o tres veces que el obispo salamantino, P. Cámara, fue a Madrid siendo senador por la archidiócesis, y haciendo uso de su representación parlamentaria, a pedir a Cánovas mi traslado a otra biblioteca fuera de su diócesis, pretensión que nunca fue atendida, porque teniendo yo mi cargo en propiedad me hacía inmune al menor correctivo, como no fuera por faltas en el servicio y eso mediante expediente que tenía que fallar el Ministerio. La tercera vez que el prelado gestionó este cobarde sistema, se le preguntó si mi conducta pública o privada me hiciera incompatible con mi cargo, como hombre inmoral tuvo que contestar que en ese terreno tenía que reconocer tanto mi honradez como mi buena conducta, pero que ya no podía soportar mi diaria labor periodística, que, a la par que molesta, le producía, entre infieles de su diócesis, graves trastornos.

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