Mis memorias. Manuel Castillo Quijada
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Название: Mis memorias

Автор: Manuel Castillo Quijada

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: LA NAU SOLIDÀRIA

isbn: 9788491343318

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СКАЧАТЬ lo haré –dije con la mayor seriedad–, pero como ya soy funcionario del Estado, con sueldo, les pido cuarenta reales prestados para comprarme enseguida unos zapatos, porque estoy pisando hace días con los calcetines, y llevo los pies empapados de agua.

      Y enseñé mis deteriorados zapatos, levantando los pies, y mostrando el sitio que cubrieron las suelas, añadiendo: «En estas condiciones me he preparado y hecho las oposiciones».

      Las diez pesetas que me dieron me empujaron a la calle, enderezando mis pasos a la primera zapatería que tropecé, donde me compré unas botas. Nunca disfruté de mejor confort al ver mis pies abrigados y libres de la humedad de la calle, pues estaba lloviendo y así me presenté en casa, con mi habitual cara seria, conteniendo heroicamente la alegría interior que retozaba por todo mi cuerpo, de la que participaron todos mis maestros del colegio y demás personal, que aún guardaba el secreto en casa, esperando los acontecimientos cuando el hecho se descubriese.

       13 LA EXPLOSIÓN

      En mi correspondencia con Federico Larrañaga, que seguía en Alemania, en la que siempre le contaba mis cuitas, le había dicho que «de ninguna manera iría a Alemania», donde, según él, ya se me esperaba, guardándome muy mucho de decirle la menor palabra que pudiera relacionarse con mis planes ante la seguridad de que, a vuelta de correo, se encargase él dado su carácter de escribírselo a don Federico, y menos, tras decantarse mis oposiciones.

      A los pocos días después de estos acontecimientos, retornó don Federico de uno de sus múltiples viajes y, llamándome a su despacho, me dijo:

      –Prepárate, porque pasado mañana nos iremos a Alemania.

      –Lo lamento, don Federico, pero yo no voy a Alemania.

      –¿Cómo que no vienes?

      –Sencillamente, porque acabo de ganar, por oposición, una plaza de bibliotecario con la que aseguro mi porvenir.

      –Pero ¿tú sabes lo que dices?

      –Claro que lo sé. Abrigué esta decisión desde que, por haber comido, acosado por el hambre y la fatiga en El Escorial, una noche trágica un pedazo de bollo sobrante se me tachó de ladrón, aceptando todos ustedes este falso e injusto concepto, lanzando este estigma sobre mí, que me convenció de mi incompatibilidad con personas tan honorables y tan cristianas como lo son ustedes. Además, ¿a usted le parece natural de que se disponga de mí como de un borrego, sin voluntad y sin sentimientos, no acordándose de que tengo una madre, de la que, por mi desgracia, estoy separado tantos años y de la que no se ha intentado siquiera recabar su asentimiento y su permiso, dándome un plazo de cuarenta y ocho horas, sin dejarme tiempo para darle un abrazo, tal vez el último, de despedida?

      –¿Pero no es una ingratitud al colegio lo que haces y por cuanto hemos hecho por ti?

      –Yo lo he pensado bien, don Federico, pero, poniendo en un platillo de la balanza los favores que me ha hecho el Comité de Berlín, y que nunca agradeceré bastante, y menos olvidaré, y los muchos trabajos de toda clase que se me han impuesto, muchos de ellos humillantes y que he cumplido plenamente, con los múltiples abandonos de que he sido objeto, colocado, todo ello, en el otro platillo, me he convencido de que el fiel se inclina, con exceso, a mi favor, no mereciendo, por lo tanto, que se me juzgue como ingrato.

      –Sin embargo, esto supone, para mí, un tiro a boca de jarro.

      –Lo siento mucho, don Federico, pero para mí representa una emancipación, al mismo tiempo que una merecida satisfacción a mi dignidad. Yo, en mi vida, he sido un ladrón.

      Al día siguiente, me volvió a llamar a su despacho, consumiendo en vano toda clase de argumentos para hacerme deponer mi actitud, echando mano hasta de fervorosas oraciones, pidiendo a Dios que me iluminase para cambiar de parecer, llegando en sus argumentos a pretender, cariñosamente, convencerme de que podrían conservarme la plaza hasta que volviera de Alemania, a lo que le respondí:

      No se canse usted, don Federico. No me convencerá usted, y no olvide el refrán que dice que más vale el pájaro en mano, como este, que he cazado en buena ley, que el hipotético buitre que vuela sobre Alemania y que no deseo. Si hubiera fracasado en las oposiciones, puedo asegurarle que mi actitud hubiera sido la misma. Desde aquel verano de El Escorial, en que, además de mi trabajo, se me amargó tanto la vida sin la menor piedad, me consideré desprendido de la obra de ustedes, porque, aún tan joven, tenía claro concepto de mi dignidad y de mi honradez, tan inhumanamente herida. En ese sentido, escribí más de una vez a Federico mi resolución y no se lo he ocultado a mis maestros y amigos.

      Las sesiones se multiplicaron y, convencidos de su inutilidad, una mañana muy temprano doña Juana se presentó en mi cuarto para decirme que como me había separado de la obra no podía continuar en la casa, demostrándole yo mi aprobación al recoger seguidamente mi escasa ropa y saliendo a la calle, en busca de un provisional refugio, hasta trasladarme al pueblo de El Vellón para descansar, al lado de mi madre, y reponer mi salud, harto quebrantada por el largo e ímprobo trabajo de las oposiciones al que me había sometido. Ese refugio lo encontré inmediatamente en la acogedora morada de don José Marcial y de doña María Dorado, su esposa, padres de mi compañero de colegio, Pepe Marcial, y de su excelsa hermana Carola,47 ilustre profesora más tarde de la Universidad de Columbia, en la que dejó grata memoria, y heroica propagandista de españolismo en América, donde, con admirable valor, exaltó a España, precisamente, a raíz de la pérdida de nuestras colonias, arrebatadas por los Estados Unidos con el pretexto del hundimiento, en el puerto de La Habana, del barco de guerra Maine, que después de una tardía investigación pericial, con expertos norteamericanos, se puso de relieve nuestra falta de responsabilidad en aquella catástrofe.

      La familia Marcial fue para mí una prolongación maternal de la mía, cuya intimidad y verdadero cariño solo ha podido interrumpir la muerte.

      A los dos días salí en la diligencia de Torrelaguna para mi casa, en la que tuve que someterme a un cuidadoso tratamiento de laringitis aguda, adquirida por los enfriamientos sufridos durante tantas noches dedicadas al estudio. Me sometieron a pulverizaciones de azufre en la garganta, sin que la mejoría se presentase franca.

      A los pocos días recibí una comunicación del Ministerio, para que, inmediatamente, me presentase en el Negociado para elegir la vacante de provincias que más me interesase, y dejar, a los que me seguían en la propuesta del tribunal, que, respectivamente, eligiesen la suya.

      Al día siguiente por la mañana, esperaba la llegada de la diligencia, cuyas plazas venían totalmente ocupadas, teniendo que hacer el viaje, pesado de suyo, en la baca del coche, teniendo que resistir un sol abrasador hasta la llegada a Madrid.

      Me presenté en el Negociado y elegí la vacante que había en la Biblioteca Universitaria de Salamanca. Pude haberme quedado a prestar mis servicios en Madrid, con poco esfuerzo, porque, durante mi estancia en el pueblo, dejé el campo libre a los demás, por cuyo motivo no podían escoger los demás plaza ninguna en provincias, hasta que yo eligiera la mía.

      Madrid me pesaba demasiado y deseaba vivir y trabajar en otra parte, escogiendo Salamanca por ser la tierra de mi mamá, Aldeadávila, de aquella provincia.

      Surgió una dificultad para mi toma de posesión en la Biblioteca Nacional, donde nos posesionábamos todos ante el jefe superior del Cuerpo, el eximio poeta don Manuel Tamayo y Baus, que era la presentación previa de la licencia militar, que yo no tenía todavía, por estar recientemente sorteado, y porque empezaban a extender esa documentación en la zona a los que estábamos excedentes de cupo.

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