Mis memorias. Manuel Castillo Quijada
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Название: Mis memorias

Автор: Manuel Castillo Quijada

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: LA NAU SOLIDÀRIA

isbn: 9788491343318

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СКАЧАТЬ episodio de nuestra convivencia académica hizo más fuerte nuestro fraternal cariño, que a través de los muchos años que contamos no ha podido aminorarse.40 Sánchez Moguel salió al claustro algo sofocado y no menos nervioso, pero satisfecho, cogiéndonos de un brazo a cada uno y llevándonos en triunfo por las calles madrileñas, hasta que al llegar a la Cibeles me despedí de ellos, para ir a enterarme del número que había sacado en el sorteo para el servicio militar al cuartel de San Francisco, donde se había celebrado y donde se exhibían las listas, número que, aunque era dudoso, tuve la suerte de que me tocase fuera de cupo.

      El catedrático de Hebreo era un buen señor, don Mariano Viscasillas, que estaba entusiasmado con su asignatura, que, a nosotros, por el contrario, nos parecía exótica y de la que en todo el curso pudimos lograr a aprender su lectura y las conjugaciones, siendo, para mí, más fácil la traducción que a los demás compañeros por mi conocimiento de los textos bíblicos adquirido, por su diaria lectura, en el colegio y en casa del director, sabiendo muchos trozos de memoria. Lo que sí evité que supiera aquel profesor fue mi procedencia escolar, porque, dado su fanatismo, el resultado del curso, de saberlo, hubiera sido, para mí, un rotundo fracaso.

      Como he dicho antes, la cátedra de Literatura Griega y Latina, por las condiciones de su titular, el Dr. Camús, constituía para sus discípulos una hora de solaz y de esparcimiento del que, el eximio maestro, también participaba. Tanto sus inocentes manías, propias de su edad, como las que pudimos observar, al ver, por ejemplo, que los únicos que lograban la nota de sobresaliente daba la casualidad que gastaban barba y que, para los barbilampiños, sabíamos que ese campo nos era vedado.

      Nuestra cátedra de Historia Crítica de España, que regentó, durante muchos años, el gran tribuno don Emilio Castelar, tuvo al principio de curso algún movimiento de expectación, por haberse presentado el primer día su titular, don Manuel Pedrayo, al que nadie conocíamos después de tantos años, que por enfermedad no la desempeñaba.41

      Realmente, para todos nosotros la presencia del señor Pedrayo era una verdadera incógnita, puesto que no teníamos de él otro antecedente que el de haber ganado, tras brillantísimas oposiciones, la cátedra vacante por renuncia de su ilustre propietario, Castelar.

      Sí notamos en él algo raro, pero, al mismo tiempo, en las contadas lecciones que nos explicó, pudimos darnos cuenta de su alta valía y su gran elocuencia, que justificaban su brillante triunfo en sus oposiciones, que le hizo merecedor de ocupar dignamente el sitio de su antecesor.

      Hombre atildado, tanto en su persona como en su atuendo, llegaba a la facultad unos diez minutos antes de la hora de clase, que empleaba en pasear solo, dando vueltas por el claustro, pero sin entrar en la sala de profesores, como lo hacían sus demás compañeros, habiéndonos dicho nuestro bedel, el simpático e inolvidable Jorge, que desde que llegó procedente de Galicia y se presentó al decano esquivó el contacto con sus compañeros.

      Pasaba lista todos los días y nos explicaba la lección con toda serie de detalles, en la relación de los hechos y el juicio crítico de los mismos, con una facilidad de palabra que cautivaba y confirmaba las vagas noticias que, sobre él, teníamos.

      Pero un día dentro del mes de octubre se nos presentó en clase diciéndonos:

      Señores, ya no paso lista, ni tampoco pienso volver a esa cátedra, privándome de la conjunción con ustedes, mientras no se me den públicas y explícitas explicaciones que me satisfagan. Han de saber ustedes, señores, que se ha dicho en la sala de profesores que yo me tiño el bigote y la barba. Y Manuel Pedrayo jamás se tiñó la barba, prohibiéndome tal calumnia el gozar de la autoridad moral para ocupar, dignamente, este sitial, que abandono definitivamente para no volver más.

      Su forma de expresarse y la actitud violenta adoptada por el maestro y, además, la falta de confianza que con él teníamos nos privaron de pronunciar la menor palabra, y aunque hubiéramos querido hacerlo, no nos dio tiempo a ello, puesto que, al terminar sus últimas palabras, se levantó, cogió su sombrero y salió de la cátedra, ausentándose de la Universidad, después de un par de sus cotidianas vueltas por el claustro y, naturalmente, sin poner los pies en la sala de profesores.

      No le volvimos a ver, y bastante tiempo después supimos que estaba recluido en una casa de salud, en su pueblo, Santiago de Compostela, donde diariamente daba su cátedra, a la que acudían estudiantes y profesores de su universidad.

      A los pocos, muy pocos días, se hizo cargo de esa disciplina el auxiliar don Rodrigo Amador de los Ríos,42 hombre modesto, a pesar de lo mucho que valía y del prestigio con que contaba en las alturas culturales, pero, como sordo que era, harto desconfiado, defecto del que estuve a punto de ser víctima porque un día, estando en clase, me sorprendió conteniéndome la risa por una jugarreta que un compañero había hecho, al entrar en clase, al popular bedel Joaquinillo, harto conocido de los estudiantes de varias generaciones en la Universidad.

      Don Rodrigo se encaró conmigo asegurando, indignado, que me había reído de él… y que ya lo sentiría a final de curso. Claro es que mis compañeros, ante la injusticia que encerraba la amenaza, estaban apercibidos para mi defensa cuando llegase la ocasión, y en vano fue que, al terminar la clase, me acercase a dar explicaciones al airado profesor, manifestándole su equivocación, por ser yo incapaz durante toda mi vida de faltar al respeto y al cariño debido a mis maestros. Me despidió con cajas destempladas, ratificando la amenaza proferida en clase, lo que suponía fatal sentencia que podía dar al traste con mi carrera. Me apercibí para la lucha, con esperanzas de obtener la victoria, como felizmente alcancé en caso parecido al del jesuita Ayuso, y me dediqué a estudiar, preferentemente, la asignatura para demostrarle, tanto en clase como en el examen, mi verdadera situación académica, pero en la primera no me preguntó más, aún rencoroso.

      Pero un incidente providencial dio motivo a que iniciara mi difícil lucha, desde que se rompieron las hostilidades, aunque con diferentes armas, como fue aprovechar unos días de ausencia de él durante la que fue sustituido por otro auxiliar, don Luis Montalvo,43 verdadera calamidad en todos los sentidos, que le obligaba a resignarse a que solo asistieran a sus clases dos o tres alumnos, que nos turnábamos, para que la clase no se interrumpiera, pero sin darle la menor importancia.

      Aproveché, como digo, aquella oportunidad para presentarme en el aula y pedir a Montalvo que me preguntase en clase, llenándole de satisfacción y encargándome para el siguiente día una conferencia sobre los íberos. Todos los compañeros aprobaron mi estratagema, muy legítima, en la lucha entablada, y hasta alguno de ellos, precisamente el autor de la broma a Joaquinillo que provocó mi conflicto, un muchacho navarro de jovial carácter y de gran desenfado y gracia, Juan Tulié, muy aficionado a los toros, que se apostó, conmigo a que no era capaz de afirmar en clase que los íberos eran ya aficionados al toreo, apuesta que acepté en medio de la hilaridad de todos.

      Fue ello incentivo para que acudieran a mi conferencia todos dando la sensación de verdadera solemnidad, con gran satisfacción del maestro que, naturalmente, desconocía el verdadero motivo de tan insospechada concurrencia, empezando yo a dar la lección, con toda clase de detalles que motivaban continuos movimientos de afirmación de Montalvo, y al referirme a las costumbres de aquel pueblo, llegó el esperado momento culminante de la apuesta, en el que, con la mayor seriedad, afirmé que unas monedas encontradas de aquella época representaban la figura de un hombre en actitud de torear, lo que indujo a algunos escritores a deducir y defender la teoría de que los íberos fueran, ya, aficionados al arte de torear. El movimiento de continua aprobación del profesor, que «tragó la píldora», me hizo ganar la apuesta, que era de cinco pesetas, y al salir de la clase, en medio de las risas y felicitaciones de todos los compañeros, reclamé a Tulié el importe de la apuesta… pero no pude cobrarla; sin embargo, y esto era lo más interesante, el profesor me plantó en la lista un sobresaliente como una casa.

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