Mis memorias. Manuel Castillo Quijada
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Mis memorias - Manuel Castillo Quijada страница 17

Название: Mis memorias

Автор: Manuel Castillo Quijada

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: LA NAU SOLIDÀRIA

isbn: 9788491343318

isbn:

СКАЧАТЬ del fraile, muy parecidas a las de Sánchez Moguel, y después ante el manuscrito, que a cualquiera, en mi caso, hubiera acobardado.

      Me presenté al fraile de marras provisto de cuartillas y pluma, demandándole el manuscrito para empezar mi trabajo y provocando aquel una escena por demás violenta, y que puso a prueba mi temperamento y mi prudencia, dominándome ante la actitud inconveniente, por demás, y muy frailuna, poco adaptada, como es natural, a las recomendaciones evangélicas de continencia y amor al prójimo.

      Al escuchar mi solicitud me miró de arriba abajo, consideró mi modesto atuendo y mi aspecto, casi de chiquillo, pues aún no había cumplido los 16 años, y me contestó, a las primeras de cambio: «Ya te estás “largando” de aquí, si no quieres que te dé un puntapié en el…», refiriéndose, gráficamente, a mi parte prepóstera.

      El efecto que me produjo aquella inesperada agresión, de sabido, inmotivada, no es para describirlo. Miré al fraile, un hombrón verdaderamente hercúleo y, a pesar de acordarme de mis arrebatos en el colegio en casos parecidos, consideré que saldría yo perdiendo si le contestaba con la merecida violencia, a la vez que no me perdonaría un desafío procedente de un fraile católico, apostólico, romano, siendo educado por mi parte en un credo protestante, y, además, reflexioné que me encontraba en corral ajeno y que si yo armaba el consiguiente escándalo, además de llevar la peor parte, me inhabilitaba para poder copiar el manuscrito y sufriría la filípica consiguiente por parte del director.

      Todas estas razones me convencieron y me contuvieron, pero continué sin retirarme y ante mi actitud firme el fraile me dijo, tuteándome, que era lo que más me irritaba: «Márchate, desde luego, porque yo no te entregaré el manuscrito, que tú no podrás copiar, y, además, ¿quién me responde de cómo lo tratarás, y si me dejas caer un borrón en él?».

      Entonces, con gran sorpresa mía, oí una voz que me pareció providencial, que, como respuesta inmediata a la pregunta incorrecta del fraile, procedente de dos señores que estaban trabajando con manuscritos y en los que no reparé al entrar, levantándose, ambos, y enfrentándose con el fraile, le dieron la respuesta con tono entre autoritario y airado:

      –¡Yo, yo! ¡Traiga el manuscrito!

      Y dirigiéndose a mí me dijeron:

      –Venga aquí, joven. –Al mismo tiempo que me brindaban un sitio, entre los dos.

      El fraile bajó la cabeza, desprovisto, como por encanto, de su soberbia y de sus tufos, llamó a un lego con un timbre, ayudante suyo, y a los pocos momentos portaba y me entregaba el manuscrito tan discutido. Eran, nada menos, que el doctor […], célebre director de la Biblioteca Imperial de Viena y catedrático de Literatura Española en aquella universidad, y el doctor Rieguel, que lo era de la de San Petersburgo, ambos presionados por sus respectivos gobiernos para recorrer las bibliotecas y archivos europeos, en trabajos de investigación de carácter histórico y literario, bien provistos de recomendaciones de sus embajadas que se tradujeron en órdenes de la Regente34 al prior del monasterio.

      Al abrir el manuscrito mi decepción no tuvo límites, porque, efectivamente, yo leía el griego, pero en caracteres impresos y palabras completamente escritas, y el manuscrito me lo mostraba con letra cursiva y escrita por un amanuense y lleno de abreviaturas que ya en los españoles deben conocerse por los copistas, y que yo ignoraba.

      Intenté, no obstante, empezar, pero las dificultades con que tropezaba eran para mis fuerzas insuperables; más, mis nuevos e ilustres amigos y protectores contra el fraile se sonreían y me animaban, asegurándome que muy pronto, y con su ayuda para resolverme las dificultades que encontrase, me familiarizaría con el manuscrito y lograría su copia. Y así ocurrió, puesto que a los tres o cuatro días empecé a descifrar el texto y a copiarlo, notando en ambos señores una expresión admirativa, ante la facilidad con que iba dominando mis progresos paleográficos.

      Por la tarde, cuando salíamos de nuestro trabajo, nos dábamos un paseo por los alrededores del pueblo, pero, ante mi temor de que en casa me regañasen por mi tardanza, me acompañaron para decir que iban conmigo y pedir permiso para que me permitieran dar con ellos el paseo vespertino, bien ganado y necesario después del pesado trabajo del día.

      Desde el colegio hasta el monasterio había más de dos kilómetros, cuesta arriba, que hacía más penosa la ruta por el violento calor del sol que abrasaba. La sala Juanelo se abría desde las nueve hasta las doce, con rigurosa puntualidad, y de dos a cuatro de la tarde, y yo salía de casa a las ocho de la mañana para llegar al monasterio puntualmente, de tal modo que cuando abrían la puerta siempre me encontraba el fraile esperando.

      Los primeros días, las dos horas, entre doce y dos, las aprovechaba para ir a comer a casa y volver a mi trabajo, hecho agotador, que me obligó a pedir que me preparasen una merienda que me serviría de comida, para evitarme el molesto viaje en aquellas horas de verdadera asfixia. Y en efecto, la señora del director ordenó, tras mis súplicas, que me preparasen un poco de queso entre dos rebanadas de pan, único alimento, para un muchacho de dieciséis años, que sustituía a la comida de mediodía; y con tan suculenta comida al dar las doce me encaminaba al bosque adjunto al monasterio, llamado La Herrería, y sentándome bajo la confortable sombra de un árbol, consumía en un santiamén mi frugal «comida», y luego me acercaba a la fuente de los Frailes, cuya fresquísima agua me confortaba extraordinariamente, tumbándome después sobre el césped, contando las campanadas del reloj de la antigua torre, cuarto, tras cuarto, hasta las dos menos diez minutos, en que me encaminaba a reanudar la tarea, que una vez terminada entregué a la señora del director, que la remitió a su marido, en Alemania, donde estaba de viaje de propaganda y de recaudación de fondos, no volviendo a saber ni a ocuparme del asunto, aunque, tiempo después, supe que el director percibió por aquel trabajo 1.500 marcos que el catedrático de Erfurt remitió para mí, y de los cuales no vi ni un céntimo, y que un folleto, que sobre el manuscrito y su texto publicó dicho señor, ponía por las nubes al estudiante español Manuel Castillo, por su cuidada copia.

      Realmente, aquel fue un desengaño más de los ya muchos sufridos en el colegio, a los que estaba tan acostumbrado que no me produjo el menor efecto, convencido de que la protección que se me dispensaba, dándome la carrera, era, desgraciadamente, una especulación de la que yo era, a la vez, pretexto y víctima. Posteriormente, los hechos que se sucedieron, en crescendo, lo confirmaron. Era la señora, doña Juana Brown de Fliedner,35 esposa del director, escocesa de origen e hija de un famoso botánico por sus obras publicadas y por sus descubrimientos, conocidos mundialmente, producto de sus estudios sobre muchas especies de plantas tropicales, descubiertas, descritas y catalogadas por él durante varios años que pasó en el sur de África, pensionado por el Gobierno inglés, percatándome yo del nombre del que gozaba entre los hombres de ciencia, porque venido a ver a su hija y a sus nietos pasó con estos y con nosotros varias semanas en El Escorial, donde un día fue visitado por el Claustro de Profesores de la Escuela de Ingenieros de Montes, instalada en el vulgarmente llamado Escorial de Arriba, para saludarle e invitarle a honrar con su visita dicho centro, pues estimaban su visita como un hecho relevante en la historia de la escuela. El respeto y la admiración con que le hablaban demostraban plenamente la justa fama de que gozaba aquel hombre de ciencia, un viejecito muy simpático, con el que yo, diariamente, daba algún corto paseo por el bosque de La Herrería.

      Doña Juana parecía, por su tipo, más bien española que inglesa. Menudita, morena y dotada de verdadera belleza, era una enamorada de las costumbres españolas. Jamás la vimos tocarse con sombrero, cosa muy rara entre las extranjeras, y siempre usó la clásica mantilla de nuestras mujeres, y, como tenía el pelo negro, pasaba a primera vista como española.

      La simpatía que inspiraba y sus actividades en la obra de propaganda que representaba su marido, director del colegio, movían al respeto a cuantos la trataban, del que no participábamos los que convivimos con ella, porque tan buena señora СКАЧАТЬ