Mis memorias. Manuel Castillo Quijada
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Название: Mis memorias

Автор: Manuel Castillo Quijada

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: LA NAU SOLIDÀRIA

isbn: 9788491343318

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СКАЧАТЬ mi amigo de la infancia y compañero del colegio, del que se escapó dos veces para volver a sus correrías del barrio, de las que mi madre logró separarme, cuyo desenlace no podía ser más desastroso, el de un irredento «golfo» madrileño que, agobiado por las privaciones de toda clase, sin el calor ni el consejo de nadie, sin cobijo, ni apoyo de ninguna especie, se iba extinguiendo, poco a poco, para terminar su corta existencia en la cama de un hospital y tras las rejas de una cárcel; y la mía, que aún insegura, señalaba una senda seguramente, en aquel momento, indecisa y empedrada de dificultades y de sacrificios que yo estaba dispuesto a afrontar, aunque nunca pude imaginar las que me esperaban, pero que podrían abrirme paso a un porvenir sostenido y bien ganado, por mi constancia, y, desde luego, menos penoso y triste que el de mi amigo.

      Estas reflexiones me las quedé, impresionado, como digo, por el inesperado encuentro en que le vi, confundiéndose entre sus competidores de venta extraordinaria, y yo apretando mi papeleta de examen, releyendo la calificación de mi último examen del bachillerato, mientras veía alejarse al pobre Pepe, desdichado amigo mío, voceando su periódico.

      Porque mi bachillerato conseguido suponía un cambio de vida al trasladarme a la casa de don Federico, el director del colegio, y vivir, familiarmente, con los suyos y con Federico Larrañaga, que terminaba el segundo año de la facultad, redimiéndome de la vida del colegio, que había sufrido hasta entonces durante nueve años, relevándome de barrer y fregar suelos, subir el agua, ir a la Estación del Norte con otros compañeros para recibir y traer a cuestas los sacos de pan que hacía, en nuestro horno de El Escorial, el bueno de Gustavo Melzer, un muchachote alemán que era una verdadera enciclopedia, labrador, hortelano, herrero, carpintero, mecánico, albañil, etc., oficios que, diariamente, ejercía según se presentaba el caso, con una habilidad y una perfección y un esmero que a todos los muchachos que íbamos a pasar unos días en aquella finca nos impresionaban, lo mismo que su temperamento de trabajador incansable y que su envidiable carácter, siempre jovial. Era entonces y siempre lo fue, hasta su muerte, nuestro mejor amigo, logrando ser considerado una institución cuando fue trasladado a Madrid, con las mismas funciones, al nuevo Colegio del Porvenir,28 edificado en Cuatro Caminos, transformando todo el terreno baldío que ocupaba en un verdadero vergel, lo mismo que había hecho en la finca de El Escorial.

      Gustavo Melzer creó una familia, casándose con la cocinera de la casa del director, la buena Aurea, una muchacha de origen burgalés que a su competencia y atractivos unía un carácter siempre alegre y una honestidad por todos reconocida. Y aquel obrero ejemplar en el colegio murió, ya viejo, dejando huella imperecedera de su labor y de su honradez. Le dedico este recuerdo, inspirado por la justicia y la amistad.

       5 EN LA FACULTAD

      Como consecuencia del cólera se hubieron de retrasar los exámenes y la apertura del curso académico hasta diciembre y hube de matricularme en el primer año de Filosofía y Letras, con toda libertad para escoger mi carrera.

      Mis intenciones fueron las de matricularme en la Facultad de Ciencias Exactas, que eran mi fuerte y respecto a las cuales tenía una extraordinaria disposición, pero mi compañero Federico y el suyo, entonces, y aún fraternal amigo mío y viejo como yo, Pedro Mora, me convencieron para matricularme, con ellos, en Filosofía, por ser más fácil y, sobre todo, más corta, cosa muy de tener en cuenta, por la posible inestabilidad económica del colegio, siempre una incógnita, y me hice estudiante de la mencionada Facultad en la Universidad Central, ganando en categoría escolar y trabando amistades con los nuevos compañeros de estudios, todos de mejor situación económica que yo, pero que trabaron conmigo un compañerismo que jamás quise explotar y que solamente la muerte de la mayor parte de ellos ha ido extinguiendo, sin que el tiempo haya podido hacerle mella.

      Cuando, en el curso de la vida y a través de los años, nos hemos tropezado, nos tratamos con la misma camaradería y fraternidad y el mismo cariño que cuando discurríamos por los claustros de nuestra inolvidable universidad, en los que pasamos los días más felices de nuestra juventud, sobre todo yo, que no había salido de las ternuras propias de la infancia, desde la separación de mi madre.

       6 MI ESTUDIANTADO

      A los pocos días de la terminación de mi bachillerato y ante la premiosa inauguración del curso, el director, señor Fliedner, me reclamó a su casa, instalándome en la habitación que ya ocupaba Federico, cuyo mobiliario era extremadamente sencillo: dos camas, bastante deficientes, una mesita de trabajo, dos mesillas de noche, unas perchas y dos sillas. La habitación era espaciosa, con una gran ventana que daba a un patio interior.

      La nueva vida para mí se caracterizaba por el isocronismo y la exactitud de las horas en que nos reuníamos en el comedor. A las siete de la mañana, lo mismo en invierno que en verano, consumíamos nuestro frugal desayuno, consistente en dos tazas de café con leche, que nos servía a todos doña Juana, la esposa del director, y unas rebanadas de pan, a las que, furtivamente, atrevidamente, untábamos ligeramente de la mantequilla o de melaza, cuya compra nos encargaban.

      A las doce, la comida, que para los comensales españoles no era de mucho agrado, por ser de la cocina alemana, a la que no estábamos acostumbrados, con platos exóticos, y a las cinco de la tarde se servía el té, solo para la familia de la casa, y a las siete se consumía la cena, casi siempre de fiambres, más una taza de té.

      Nuestra vida estudiantil no nos eximía de muchos, nuevos, pesados y, a veces, depresivos trabajos. Éramos otros tantos criados, sobre todo yo, que no contaba con la experiencia de mi compañero Federico, ni con sus argucias para esquivarlos, lo que motivaba que recayeran continuamente sobre mí. Lo mismo íbamos a entregar varias cartas que nos hacían recorrer medio Madrid, a veces ya de noche, por barrios entonces peligrosos, para ahorrar los sellos del franqueo interior, que llevábamos pruebas a la imprenta, muchas veces también después de corregirlas nosotros mismos, o bajábamos, sobre nuestros hombros, a la Estación del Norte pesadas maletas cuando don Federico salía de viaje, cosa que ocurría muy a menudo. ¡Cuántas veces he atravesado, con la maleta al hombro, el Campo del Moro para acortar el camino, expuesto a un atraco, por evitar tropezarme en la calle con algún compañero de la universidad!

      Sin embargo, todo ello no me era más enojoso y difícil que otros encargos que considerábamos más ridículos.

      Vinieron a vivir con la familia unas sobrinas del director, dos alemanas tan feas y mal fachadas que solo podrían soportarse dentro de casa, donde podían ocultarse de la vista del público. Una de ellas era alta, por lo menos de dos metros, a lo que contribuía un largo y encorvado cuello, sobre el que culminaba una cabeza pequeña, con un semblante que excitaba la risa, y unos ojos pequeños y saltones, tras unas gafas extraordinariamente gruesas; parecía, realmente, una jirafa. La otra no era tan alta, un poco más gruesa, pero de una fealdad en fraternal competencia, hasta en lo grueso de los lentes, que tanto la acentuaba, completando su ridículo aspecto una indumentaria rarísima, tanto de factura como en los colores de las telas, llamando la atención del más despreocupado en aquellas calles madrileñas, en las que, pronto, constituyeron el hazmerreír de cuantos tropezaban con ellas.

      Y ese fue mi martirio durante el tiempo que duró mi carrera, porque siempre que salían de casa requerían la compañía de uno de nosotros, o, mejor, la mía, puesto que para esos menesteres nunca aparecía Federico, quien, en cambio, se dio maña para fumar a costa de ellas, muy agradecidas al tropezar con un hombre que las entretenía con sus chistes; eso sí, dentro de casa.

      Nadie puede apreciar mi sufrimiento cuando tenía que acompañarlas por la calle, donde todo el mundo nos miraba con verdadero espanto y hacían comentarios graciosísimos que, felizmente, ellas no entendían, procurando yo, sin que ellas se dieran cuenta, acompañarlas pero nunca yendo a su lado, sino delante o detrás.

      Recuerdo СКАЧАТЬ