Название: Mis memorias
Автор: Manuel Castillo Quijada
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: LA NAU SOLIDÀRIA
isbn: 9788491343318
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Como es natural, salimos todos decepcionados y escandalizados, ante el manifiesto atropello de que habíamos sido víctimas, recordando que al entrar el director Commeleran en el salón un bedel, al ver la cara que traía, nos vaticinó que nos preparásemos para sufrir un verdadero «escabeche» general en las calificaciones. Y no se equivocó.
Pero aquel indigno catedrático no salió muy airoso de su «hazaña», porque uno de los examinandos, hombre de unos treinta años que había estudiado varios años en un seminario y que dominaba el latín, desesperado por el daño que le causaba el atropello tan burdamente cometido al calificar los veinticinco ejercicios él solo, sin tiempo material siquiera para abrir los sobres que los contenían y cuyo perjuicio personal era irreparable para él, y para su porvenir, porque le impedía examinarse de la carrera corta de notario, que aún existía para hacerse cargo de la notaría en que prestaba sus servicios como primer oficial, esperó al arbitrario profesor, y, al aparecer este en el claustro, para salir a la calle, se acercó a él y sin pedirle explicación alguna le aplicó una serie de bofetadas, como introductorio a la paliza que le hubiera dado y que no logró consumar por las voces de auxilio del agredido y por la inmediata aparición de los bedeles que acudieron a su defensa, más por deber que por voluntad.
Nosotros, los cuatro fracasados del colegio, nos presentamos a nuestro director, ante el que demostramos la injusticia cometida, relatándole con todo detalle lo ocurrido, pues no cabía en cabeza humana que veinticinco escritos se pudieran leer y juzgar por un solo juez y, sobre todo, sin la presencia de los otros seis jueces del tribunal, en escasos cinco minutos, mereciendo todos la calificación de suspenso, menos el del sobrino del cura, la única escandalosa excepción.
Yo afirmé al director que en los exámenes de septiembre repetiría el examen, sin repasar siquiera la asignatura, respondiendo de su aprobación; pero mis tres compañeros a una, decepcionados y acobardados ante el desastroso resultado de nuestro debut, manifestaron que desistían de proseguir los estudios, a pesar de los ánimos que nos daba el director, el sr. Fliedner, poniéndoles a mí como ejemplo para seguir la lucha e insistir en mi decisión, constituyendo aquel momento el punto crucial y decisivo de mi vida y de mi porvenir providencial, porque en la convocatoria de septiembre aprobé con el otro catedrático de Latín del instituto, don Emeterio Suaña y Castellet, que suplía en el tribunal a su compañero, Commelerán, tal vez por lo ocurrido en el mes de mayo que, como digo, transcendió fuera del instituto, conociéndose y comentándose en todas partes; aprobé no solo el primero de Latín, sino también el segundo curso de dicha asignatura y con notas ventajosas.
¿Obedeció aquella sustitución al temor, por parte de Commelerán, a las consecuencias que «sintió» por su arbitraria conducta, o porque las altas esferas, conocedoras del insólito hecho, se lo corrigiesen de una manera «diplomática»? El hecho fue que yo cumplí mi propósito de no abrir, durante todo el verano, el libro de primero de Latín, aprobándolo en septiembre y continuando mis exámenes de las demás asignaturas, estudiadas en el colegio, logrando hacerme bachiller en tres convocatorias, dos años escasos, cuando apenas iba a cumplir mis quince años, es decir, que legalicé mis estudios del bachillerato en ese espacio de tiempo, salvando las dificultades que el nuevo sistema de exámenes oponía a los alumnos libres, exclusivamente, sistema que me cogió de lleno y de punta a cabo, puesto que se suprimió, precisamente, cuando yo ingresaba en la facultad.
Por cierto, que aquel nefasto año 1885 significó trágica época en toda Europa, víctima de la terrible epidemia de cólera morbo asiático, que también se cebó con España, más que en parte alguna, cabiendo a un médico valenciano que ejercía sus servicios en Alcira, de cuyo pueblo era titular, la gloria de haber descubierto el microbio de aquella enfermedad, lo mismo que la vacuna en su contra, el célebre Dr. Ferrer, cuyo nombre cobró fama mundial, resonando en todos los centros médicos y conservado en la historia de la Medicina.27
Entonces se contaban en Madrid, Barcelona y Valencia, principalmente, las defunciones diarias de centenares de personas, por cuya causa las familias de mis compañeros de internado reclamaron a sus hijos, pues, incluso la del director se había ausentado de Madrid, trasladándose al Escorial, donde el colegio en el que quedamos, yo solo de los alumnos, con don José Ríos, pareciendo aquello un cementerio, pues yo no quise interrumpir mi preparación de las asignaturas que me faltaban, para examinarme en septiembre y terminar mi bachillerato, como así ocurrió, felizmente. Aunque nuestro «terrible» cancerbero, don José, cayó atacado de la enfermedad en boga, y, en vano, quisieron ocultármelo, sin que me produjera la menor impresión, ni alterara mis horas de estudio, y eso que don José, enfermo, estaba pared por medio de mi dormitorio, lo mismo, por el otro lado, con la sala de estudio y tuvo la suerte de salvarse, como yo la de lograr hacerme bachiller y ponerme en condiciones de poder ingresar en la universidad, como Federico Larrañaga, haciendo el último ejercicio de reválida el día 25 de noviembre de aquel año, el mismo, también, en que falleció el rey Alfonso XII, porque, a consecuencia de la epidemia, no se celebraron los exámenes extraordinarios de septiembre hasta el mes de noviembre, terminada la cuarentena desde el último caso que hubo en toda la península.
Al salir aquel día del Instituto del Cardenal Cisneros por la puerta que da salida a la calle de los Reyes, triunfante y loco de contento con mi nota en la mano del último ejercicio, creyéndome ya un hombrecito, y hasta un personaje distinto a los demás mortales, una multitud de «golfos» voceadores de periódicos, me refiero a los circunstanciales, atronaban la calle anunciando con todos los detalles el fallecimiento del rey, en el Pardo, hecho que se guardó con el mayor misterio y del que yo tenía conocimiento desde por la mañana, en que me confiase el «secreto» la mujer de un empleado en las Reales Caballerizas, natural de El Vellón, y de repente vi que uno de los voceadores de «los sucesos» se acercaba a mí, un tipo desarrapado, sucio y casi descalzo.
–Hola, Manolo. ¿No te acuerdas de mí?
–Pepe –le dije, sorprendido–. ¿No te he de recordar, después de tantos años, sin saber de ti? ¿Qué es de tu vida? ¿Dónde vives?
–Pues ya ves, ganándomela como puedo. Mi papá murió hace ya mucho tiempo, llevándose la llave de la despensa… y desde entonces yo no sé, siquiera, dónde y cómo vivo.
–Pues yo acabo en este momento de hacerme bachiller –le contesté muy impresionado, enseñándole mi última papeleta de examen, fresca aún la tinta de la calificación y de la firma del secretario del tribunal.
Hubo un momento de cariñoso silencio, tal vez pensando, los dos, lo mismo, cuando el antiguo amigo mío y compañero del colegio, Pepe Viñerta, cortó el diálogo diciendo:
–Adiós, Manolo. Que te vaya bien –me deseó alejándose, presuroso, voceando su mercancía, gritando «los sucesos».
Y aquel fue su último adiós, porque ya no le СКАЧАТЬ