Название: Mis memorias
Автор: Manuel Castillo Quijada
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: LA NAU SOLIDÀRIA
isbn: 9788491343318
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Y este diálogo, tan corto como para mí transcendental, se repitió, lo mismo que su dura sanción, exactamente toda la semana, durante la que me sostuve con el frugal chocolate, ya descrito, al que no alcanzaban las consecuencias del castigo reglamentario según don José.
El viernes, una maestra de la sección de niñas llamada Trinidad llamó a la puerta de mi encierro por la tarde y me introdujo un paquete con pan y queso por debajo de la puerta, que agradecí emocionado, al mismo tiempo que empujé hacia fuera, no accediendo a sus suplicas para que lo tomase, respondiéndola yo que lo sentía mucho y que no lo tomase a desprecio, pero que estaba dispuesto a dejarme morir de hambre, aun sabiendo perfectamente la lección desde que me la preguntaron por primera vez.
Esta actitud mía, tan decidida como invencible, llego a oídos del director del Colegio, y fue planteada en la junta de profesores del día siguiente en su casa, en la que supe mucho después que la mayoría de los concurrentes consideraba excesivo, y hasta cruel, el castigo al que estaba sometido y que, de seguir, podría acarrear responsabilidades y hasta escándalo en la prensa, con graves consecuencias para el Colegio, acordándose que el director, Sr. Fliedner, me llamase aquella misma tarde a su casa para lograr de mí por las buenas convencerme para deponer mi actitud; y, a las seis de la tarde, hora en que salía de mi diario encierro, me ordenó don José Ríos que me presentase en casa del director acompañado de mis libros de Latín, cosa que obedecí sobre la marcha, sin preocuparme el verme en libertad y en la calle, presentándome en su despacho, quien con todo cariño me preguntó por qué no había querido dar la lección durante todos los días de la semana que estuve encerrado, por orden del profesor.
–Porque la sabía el lunes, la dije bien cuando me la preguntó por primera vez, y, sin embargo, me castigó injustamente diciéndome que no la sabía.
–Y, si la sabías ¿por qué no la diste al día siguiente?
–Porque no la podía saber mejor que el lunes, y, por eso, no volví a abrir el libro en toda la semana –respondí indignado y llorando.
–Vamos, no llores; ¿y te la sabes aún?
–Sí, señor, y puede usted tomármela, a pesar de no haberla repasado desde el primer día.
–Pues, si la sabías, debiste habérsela dado a don José Aguilera, que sabes te quiere tanto y te hubieras ahorrado el castigo de toda la semana. Anda, vuelve al Colegio y lleva este papel a don José Ríos, en el que le pido te den de cenar.
Al lunes siguiente, antes de empezar la primera clase, que era, precisamente, la de Latín, me llamó aparte el profesor Aguilera, preguntándome cariñosamente por qué me portaba así con él, sabiendo lo mucho que me quería, contestándole yo que porque me castigó sin merecerlo, porque me sabía la lección.
–Bueno –me dijo–, no hablemos de eso, ni más sobre este asunto. Dame un abrazo y a ser buen muchacho. En adelante quedamos tan amigos, como siempre. ¿No te parece?
Y así sucedió, volviendo yo a ser la fierecilla amansada, dócil, obediente, como siempre y, también, razonable… cuando no se me atropellaba.
Tuve la suerte en el Colegio de que mis profesores y mis compañeros reconociesen condiciones intelectuales que sustituía y compensaba, con mucho, mi poca diligencia en el estudio, puesto que tenía la costumbre de preparar mis lecciones con la mayor rapidez, menos las matemáticas, cuyo libro no abría durante todo el curso y, sin embargo, con gran admiración del profesor, don Manuel Rodríguez Navas, autor de muchos libros de enseñanza publicados en su mayoría por la célebre editorial Calleja24 y que me tenía como el primero en las clases de Aritmética, Álgebra, Geometría y Trigonometría, dándose el caso, muchas veces, de salir al encerado para hacer la demostración de un teorema, por ejemplo, de Álgebra, fuera o no difícil, cuyo enunciado oía de su boca por primera vez, para que al cabo de unos minutos me daba cuenta de él en rápida concentración y emprender la demostración, llenando de letras y cifras el tablero, acompañando a las deducciones orales que al mismo tiempo iba emitiendo, hasta llegar a la conclusión con una claridad y una exactitud a la que no daba la menor importancia, inocencia infantil, creyendo que había cumplido, satisfaciéndome la aprobación del profesor que en seguida me preguntaba:
–¿Dónde has estudiado esa demostración?
Contestándole, yo, tímidamente:
–En el libro. –Subiéndome el pavo, al hacer esta afirmación.
–Búscamela, a ver si la encuentras.
Y resultaba, en efecto, que la demostración del teorema que contenía el libro era muy otra, tan exacta como la mía, pero planteada en distinta forma, demostrándose que la mía era original e improvisada, lo que daba margen a que mi maestro y tocayo me largase una filípica contra mi falta de aplicación, a pesar de ser, como me llamaba, el gallito de la clase y declarar al final del curso haber sido, yo, sin darme cuenta de ello, quien, realmente, había explicado las clases de Geometría del Espacio y Trigonometría, a lo que obedecía el hecho de sacarme, todos los días, al encerado, para que resolviera, ante la clase, todos los problemas que exigía el programa.
Me acuerdo que cuando apenas tenía diez años, siendo aún alumno de enseñanza primaria, escribí en la sala de estudio, en vez de estudiar mis lecciones, una Aritmética Elemental, como propia de mi edad, sencillísima y muy original en las demostraciones y tan sumamente claras, que un niño, más pequeño que yo, las hubiera comprendido sin el menor esfuerzo.
Pero las crisis provocadas por mi carácter, que, sin ser díscolo a veces lo parecía, puso al director en el caso de llamar a mi madre, para decirla que se hiciera cargo de mí, porque era imposible dominarme, puesto que después de cada una de sus visitas cada domingo parecía que cobraba nuevos bríos, cosa que realmente no era exacta, porque mi mamá cuando me quejaba jamás me dio la razón, sino, todo lo contrario, aunque mucha veces supiera que la tenía.
Al oír al director, mi pobre madre, a la que le planteaba el más serio problema de su vida, suplicó llorando que volvería de su acuerdo estando dispuesta, ella, a toda clase de sacrificios para que continuase en el Colegio y, entonces, don Federico, algo conmovido, accedió, pero a condición de que no volviera a visitarme, ni a verme los domingos durante una larga temporada, como vía de prueba porque tenía la seguridad de que su ausencia modificaría mi carácter, ante mi convencimiento de que me faltaba el apoyo materno.
Y aquí sobrevino el caso más heroico que pudo rendirme mi madre, mucho mayor que en el incendio de la calle de la Ruda, que tanto encomió la prensa madrileña, que era el de aceptar tan dura prueba como la que exigía el director para ella, tan transcendental en mi porvenir, como la de no aparecer por el Colegio, como lo prometió y lo hizo, aunque no podía privarse de verme los miércoles y los sábados por la tarde, cuando en fila íbamos de paseo pasando por la calle de la Paloma o la de Toledo, escoltados por nuestro cancerbero don José Ríos, escondida en un portal, frente a la acera sin que yo lo notase, ni desde luego me apercibiera lo mismo que nuestro don José.
Como la prueba era verdaderamente dura para mi madre y transcendente para mí, convencida de que no tendría fuerzas para someterse a ella por mucho tiempo, tomó la resolución, como ya he dicho heroica en verdad, y acordándose de las reiteradas llamadas de la familia de don Tomás, tanto de su padre, pero especialmente de su hermana doña Daría, casada con el notario de Torrelaguna y que gozaba de una gran posición, decidió ausentarse de Madrid y un día se presentó en la casa del director del colegio a despedirse, diciéndole que como no podía resistir más tiempo no verme, estando en Madrid y privarse, además, de abrazarme, mirando por mi bien y sosteniendo su palabra empeñada, había resuelto ausentarse СКАЧАТЬ