Название: Mis memorias
Автор: Manuel Castillo Quijada
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: LA NAU SOLIDÀRIA
isbn: 9788491343318
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A las ocho en punto salíamos, en fila reglamentaria, de su férula, bajando a la escuela graduada, sistema entonces desconocido en España, para entrar bajo la jurisdicción de nuestros respectivos maestros, ocupando cada uno su puesto, en la clase, según el grado en que estaba inscrito, confundidos con los compañeros externos, a los que mirábamos con admiración y envidia, porque venían de la calle y a ella volvían al acabar las clases. Nuestras aulas estaban, siempre, repletas de alumnos y de alumnas del barrio de la Paloma, por la justificada fama de que gozaba el colegio a pesar de ser protestante, lograda y difundida por aquellos contornos, aunque dominase el apelativo «protestante» que, en aquellos tiempos, olía a azufre infernal.23
A las once terminaban las clases de la mañana y subíamos, en la misma forma en que habíamos bajado, a nuestro piso del internado, comíamos nuestro clásico cocido para reanudar nuestras clases vespertinas de las dos a las cuatro de la tarde, tras las que, después de media hora de recreo, en la misma sala de estudio nos poníamos a estudiar las lecciones del día siguiente, generalmente, haciendo que estudiábamos, aunque sin levantar la vista del libro porque, seguramente, nos encontrábamos con la terrible de don José desde su sitio de observación al que teníamos más miedo que respeto, sobre todo a la «lagartija», como llamábamos a una correa redonda, que llevaba siempre en el bolsillo derecho y que desapareció, por la valentía de un compañero, aunque la sustituyó en seguida con otra de repuesto y que tenía siempre a mano para emplearla, sobre la marcha y sin piedad sobre nuestras espaldas indefensas y víctimas de su vesania, suponiendo cada correazo un verdugón seguro, cuyo dolor duraba algunos días.
La primera lección que yo sufrí de don José, recién internado, fue en una comida de mediodía, en la que observé, según se repartía el cocido, que la verdura era de nabos, cuyo olor me levantaba el estómago e, inocentemente, la inocencia de seis años, rogué al que lo repartía, uno de nosotros mismos, que me suprimieran los nabos porque no me gustaban, y cuando trajo mi plato apareció a mi vista con muy pocos garbanzos, cubiertos abundantemente de nabos, excitando mi semblante de contrariedad la hilaridad de todos los compañeros, mientras don José, entusiasmado con su «éxito», me decía con la mayor satisfacción:
–Cómelos, hijo, que están muy buenos.
Dado mi temperamento, que durante muchos años de mi vida no me ha abandonado, proporcionándome no muy pocos disgustos, aunque contaba pocos años, no dejaba de ser muy «tieso» y preferí no comer el cocido que era casi la única comida nutritiva, relativamente, que consumíamos durante todo aquel día, y al disponerme a comer mi ración de carne y de tocino, don José, que no me quitaba ojo, me advirtió ya en serio que tenía que comer previamente el cocido con los nabos, pero yo sin poder contener la rabieta preferí no comer más que la sopa, voluntariamente, anterior plato al incidente.
Llegó la hora de la cena, frugal como siempre, consistente en un tazón de café con leche, o cosa parecida, con pan migado, y me encontré con el tazón detrás del plato que contenía los nabos y de la carne, fríos desde luego, ante las risas de mis compañeros, pendientes del torneo mudo, entre don José y yo, muy desigual en armas a esgrimir y en edad y resistencia, en el que yo fatalmente habría de resultar vencido. Pero yo seguí, sin embargo, en mis trece, yéndome a la cama, sin cenar, pasándome toda la noche llorando bajo las sábanas, acordándome de mi madre, a la que no me atreví a decir nada referente a mis cuitas durante sus visitas dominicales por la vigilante presencia de don José; y durante el desayuno del siguiente día me encontré enfilados sobre la mesa, ante la expectación y las risas de todos, en primer lugar, los nabos, y detrás, la carne, el tocino, el tazón de la cena y el chocolate del desayuno, que estaba el más distante y al que había que llegar pasando por los otros que había de consumir, previamente, y hube de claudicar y de proceder, llorando, a engullirlos hasta poder llegar al chocolate caliente y algo dulce y consolador, pero a la fuerza de vasos de agua para tragar, cual medicina, los nabos, guardándome en lo sucesivo decir la menor palabra de disgusto, cuando se repartía esa verdura por temor a que don José me cargara el plato de ella, aunque, con el tiempo, me reconcilié con los nabos, como cosa preferida.
Gozaba yo en el Colegio fama de dócil, obediente, cumplidor riguroso del célebre reglamento de don José, mucho más de estimar en mí, acostumbrado, como estaba, a los solícitos cuidados y mimos de mi madre; pero también, la tenía de ser muy propenso a la protesta y hasta a la rebeldía, cuando se me hacía víctima, por quien fuera, de alguna injusticia o atropello, tanto en la clase por cualquier profesor, como en la cotidiana vida en el internado. Y en ese orden se produjeron episodios, algunas veces de verdadera gravedad, ante mi resuelta e indómita entereza en sostener mi razón y mi derecho, sin admitir el menor convencimiento de lo contrario, actitud que se acentuaba en cuanto se intentaba cohibirme por la fuerza, en que ya no respetaba a nadie, jugándome el todo por el todo, a pesar de mi convencimiento de que no habría de salir vencido y maltrecho, por ser una criatura que contestaba ya insensatamente, haciendo frente a mis profesores en plena clase motivando, más de una vez, ser el tema obligado en las hebdomadarias juntas de profesores que se celebraban todos los sábados en la casa del director, sita en la calle de la Almudena, antiguo palacio de la duquesa de Éboli que tanto brilló por su hermosura y su coquetería en la corte de Felipe II, y, entonces, propiedad del duque de Sexto, confidente del rey Alfonso XII en las aventuras nocturnas y correrías amorosas de aquel monarca por los Madriles, tan comentadas en las casas de vecindad y festivas críticas en los palacios aristocráticos.
Como demostración de aquel carácter indomable mío en tales casos, únicamente recuerdo lo que en cierta ocasión me ocurrió en la clase de latín, a cuyo cargo estaba el profesor don José Aguilera y Montoya, un buen orador que sabía hacerse oír en los debates del Ateneo de Madrid, instalado entonces en la calle de la Montera, pero empedernido jugador que se pasaba las noches enteras sobre el tapete verde, tirando de la oreja a Jorge, dilapidando tontamente el patrimonio de su mujer, hija de una acomodada y linajuda familia asturiana, agraciada y respetable señora, digna de mejor suerte; y muchas veces notábamos en clase las consecuencias de su agitada noche anterior, adversa desde luego, el que el sueño y las preocupaciones le dificultaban dar la clase con la serenidad y la paciencia necesarias, todo lo contrario, porque, sin darse cuenta, descargaba su mal humor sobre nosotros, pobres muchachos salidos por unas horas de la férula de su tocayo, el Sr. Ríos, no fijándose en si tenía, o no, razón.
Una vez, tuve yo la desgracia de que me tocara enfrentarme al mal humor suyo, cuando me preguntaba la lección de Latín que sabía perfectamente, con insospechada e inmotivada violencia, fundándose en que no la decía a pie de la letra, cosa a la que fui siempre renuente por sistema, por entenderlo hasta denigrante, por lo mecánico. Sí noté, como todos mis compañeros de clase, que no prestaba atención a lo que yo decía, sin duda, al sueño y a la desastrosa noche pasada, cuando de repente me dijo que no sabía la lección, mandándome sentar, secamente, entablándose entonces una discusión entre los dos, ajetreo que se hizo cada vez más violento, por pretender él imponerme su criterio, complemente contrario al mío al sostener que sabía la lección y que la había dicho bien, criterio que, conmigo, compartían todos mis compañeros, resultando de mi tozuda actitud unos cuantos cachetes y un encierro en la clase hasta las cuatro de la tarde, o mejor, hasta las cuatro y media, lo que para mí suponía, según el reglamento de don José, la privación de la comida y de la cena, como ocurría al que subía de la clase cinco minutos después de los demás.
Al día siguiente, pues el incidente se suscitó un lunes por la mañana, el Sr. Aguilera empezó la clase preguntándome la lección que motivó el injusto castigo.
–No la sé –respondí con la mayor tranquilidad.
–Pues, ¿qué has estado haciendo aquí durante tantas horas en que estuviste encerrado?
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