Название: La música de la República
Автор: Eva Brann T.H.
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Estètica&Crítica
isbn: 9788437099590
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Es más, el discurso intensifica su provocación hacia el final. En la sección, pronunciada después de la condena, donde Sócrates se vale de la oportunidad que le otorga la ley ateniense para proponer una pena que contrarreste la que solicita la acusación, sugiere primero mantenerse a expensas públicas, porque así tendría más ocio para exhortar a los atenienses; luego sugiere una multa irrisoria equivalente al rescate de un prisionero y, solo al final, apremiado por Platón, Critón y otros amigos, ofrece con reluctancia una suma razonable treinta veces mayor. Como consecuencia previsible, ochenta jueces del jurado, claramente convencidos de que este Sócrates, una vez condenado, debe ser ejecutado, votan por la pena de muerte (Diógenes Laercio ii 42). Más tarde, tras el juicio, cuando se permite a Sócrates hablar una vez más, lanza oscuras amenazas contra la ciudad a través de sus hijos (39 d).
Esa perspectiva sobre el acontecimiento, contraria a la causa de Sócrates, también tiene un linaje de testimonios. Sus fuentes varían, en su mayoría, de respetablemente conservadoras a intolerantes e incluso reaccionarias: de Jacob Burckhardt, que llama a Sócrates «el sepulturero de la ciudad ática», pasando por Nietzsche y Sorel, al escritor nazi Alfred Rosenberg, que considera su defensa una muestra de la degeneración de Grecia. Esta ruda división de puntos de vista tiene algo que ver con lo que voy a decir.
La variedad y volumen de comentarios acerca de la Apología es en sí misma significativa. Pero el descubrimiento que verdaderamente podría sobresaltarnos –lo que Sócrates dijo en realidad–está por completo más allá de nuestro alcance, como lo estuvo de un contemporáneo como Jenofonte. En su Apología, que al mismo tiempo contrarresta y complementa la versión platónica, juzga deficientes todos los relatos del discurso de Sócrates y dice que el único aspecto en el que están todos de acuerdo es su «grandeza de expresión» (§ 1). Así que volvemos a la consideración y reconsideración de la versión principal, la de Platón, que seguramente es lo que Platón quería.
II Puedo ver una razón principal y dos secundarias para ofrecer otra lectura de la Apología. La primera de las razones más débiles se encuentra en la posición especial que ocupa la Apología en las obras socráticas de Platón. Es el único discurso en ellas; los oyentes participan solo a gritos y su único interlocutor, el reluctante testigo Meleto, es empujado a un diálogo. Es la única obra en la que el autor, explícitamente ausente incluso en la muerte de Sócrates (Fedón 59 b), informa que estaba presente, un hecho que Jenofonte omite. Entiendo que esas circunstancias indican que lo que Sócrates dijo e hizo aquí proyecta su sombra sobre las demás obras, incluyendo las que preceden al juicio en la fecha dramática. No me refiero solo a los diálogos que se asocian de forma explícita a la Apología, a saber, su prólogo, la conversación de Sócrates con Eutifrón sobre la piedad; su complemento, sobre el patriotismo, con Critón, y su consumación, sobre la muerte, con Fedón y otros. Tampoco me refiero en particular a las obras que contienen claras alusiones al juicio, como las amenazas de Ánito en el Menón (94 e) o la predicción de la muerte del filósofo en la República (517 a). Más bien, su defensa tiñe todas las conversaciones platónicas, incluso aquellas en las que Sócrates está ausente; de qué manera es la cuestión que hay que discutir.
III Una segunda razón para prestar atención a la Apología es que pertenece a un grupo de obras cuyo asunto constituye un tema de la educación moral, aunque no sabría si llamarlo un género literario por la solemnidad de la ocasión. Son relatos de los juicios de quienes han ofendido a las autoridades con el pensamiento o el discurso, pero no con hechos reales. Por ejemplo, dos días antes de su condena por alta traición y menos de dos semanas antes de su ejecución, Helmut von Moltke escribió una carta a su mujer detallándole su juicio ante el Tribunal Popular Nacionalsocialista. En la carta, que salió clandestinamente de la cárcel, decía: «Estamos limpios de cualquier acción práctica; nos van a colgar porque pensamos juntos».3 Prosigue alabando al, por lo demás, despreciable juez por su claridad de percepción al respecto.
Todo aquel que muere por sus actos también lo acaba haciendo por su pensamiento. Pero lo que distingue esas muertes solo por pensar y hablar, sin intención probable de incitar a ninguna acción en particular, es la aguda forma que dan al problema de la función del pensamiento en el mundo.
IV Entre los primeros de esos relatos comparables se encuentran los del juicio de Jesús. De hecho, hay una larga tradición que establece las ordalías de Sócrates y Jesús uno al lado del otro; se hace en los escritos de Orígenes, Calvino, Rousseau, Hegel y Gandhi, por citar una pequeña selección.4 Las semejanzas aparentes empiezan con el mero hecho de que haya varios relatos de lo que se dijo e hizo.
Los dos acusados son objeto de pasiones populares que canaliza un grupo de implacables opositores, dirigidos, respectivamente, por Ánito en nombre del restablecimiento de la democracia y por Caifás en el del Sanedrín. Los acompaña una banda de adeptos, amigos o discípulos, a los que, se sospecha, han impartido enseñanzas secretas, aunque tanto uno como otro nieguen el cargo. Son intransigentes en su rechazo a defenderse con eficacia. Muestran una sorprendente falta de voluntad para eludir la muerte y, en ambos casos, sus muertes confirman su influencia. El paralelo más llamativo es el principal cargo explícito, irreverencia en el caso de Sócrates y blasfemia en el caso de Jesús.
Sin embargo, es también en ese punto, cuando se han presentado los cargos, donde empieza a aparecer la inconmensurabilidad de los dos casos. Sócrates habla ante la Heliea, mientras que Jesús «guarda silencio» ante el Sanedrín y no responde a Pilatos «ni una palabra» (Mateo 26: 63, 27: 14; un relato divergente hace que responda con preguntas y evasivas). Su silencio nace de su situación. Es sospechoso de pretender el poder y ser el Mesías. Esa pretensión es innegablemente una blasfemia si es falsa. Pero el tribunal judío ya ha prejuzgado su falsedad y, como Jesús ha confirmado esa pretensión en secreto (16: 15-20), su única salida es oscurecer esa afirmación en público. De nuevo, cuando las autoridades judías lo acusan de sedicioso ante el gobernador romano porque ha recabado para sí una nueva soberanía, Jesús sigue un camino parecido; admite y al mismo tiempo niega esa presunción poniéndola en boca del gobernador –«Tú lo has dicho» (27: 11)–, negando que su gobierno sea político: «Mi reino no es de este mundo» (Juan 18: 36).
Hasta aquí Jesús y Sócrates siguen siendo comparables, pues se apartan del tribunal, presentándose como menos de lo que son. Pero hay una importantísima diferencia: los autores de los Evangelios creían que, en última instancia, la pretensión de Jesús era sincera; que el acusado en este juicio era, aunque no se reconociera, Dios.
Así que, aunque ambos casos sean la consecuencia de que irrumpan en la comunidad poderosas pretensiones incompatibles con su autoridad, son incomparables de un modo muy revelador para la Apología, ya que se representa a Jesús, como el Cristo tanto tiempo esperado, cumpliendo en su vida y en su muerte una profecía y una misión, mientras que Sócrates, que niega específicamente que tenga siquiera sabiduría sobrehumana (20 e), es un hombre, y un hombre que no ha tenido heraldo ni ha sido ungido. Por tanto, mientras que la Pasión es una consumación inevitable, el final de Sócrates no es parte de un único drama prefigurado, sino una acción deliberada y humana. Acorde con esa diferencia, Sócrates habla donde Jesús calla y se dirige con osadía, aunque de un modo selectivo, a su ciudad, en este mundo. La Apología es parte de un riguroso acontecimiento político.
V Hay un procesamiento que permite una comparación aún más obvia con el juicio de Sócrates. Sir Tomás Moro, «nuestro noble y nuevo Sócrates cristiano», como su biógrafo Harpsfield lo llama, fue llevado ante el tribunal del rey, acusado en virtud de una ley que establecía СКАЧАТЬ