Название: Señor, ten piedad
Автор: Scott Hahn
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Patmos
isbn: 9788432159503
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Como la fe, el dolor de los pecados debe mostrarse a través de las obras (ver Mt 3, 8-10; Sant 2, 19, 22, 26). Esto lo podemos ver incluso en las relaciones humanas. Cuando ofendemos a alguien, con frecuencia admitimos lentamente nuestra falta. Nos excusamos; negamos nuestra responsabilidad. Pero, con objeto de salvar nuestra relación, necesitamos confesar —pedir perdón— incluso aunque no queramos hacerlo. Y no sólo eso: necesitamos reconciliarnos con la persona a la que hemos ofendido. Por supuesto, cuando el ofendido es el Señor, todo esto se aplica en mucho mayor grado.
UN DESBARAJUSTE PARA CONFESAR
En la liturgia de Israel, Dios hizo posible la confesión promulgándola en la ley. Sin embargo, no debemos subestimar la dificultad de los actos de penitencia de la Antigua Alianza. Pueden haber sido las vías claras del arrepentimiento para el hombre, pero no necesariamente lo facilitaban. Solamente un estratega de la interpretación podría despachar la confesión, el sacrificio y la penitencia de Israel como meros ritos. No: eran temas arduos, y bastante costosos.
Imagínate a ti mismo, después de reconocer que has pecado, preparándote para hacer tu confesión y tu sacrificio. Eso únicamente se llevaba a cabo en el Templo de Jerusalén, de modo que tendrías que preparar tu viaje —quizá de varios días a pie o a caballo— a través de caminos polvorientos y rocosos infestados de bandidos y de animales depredadores.
Según el tipo de tu pecado y su gravedad, debías ofrecer una cabra, una oveja, o incluso un buey. Podrías llevarlo tú mismo o, si tenías dinero, comprarlo a los comerciantes de Jerusalén. Naturalmente, tendrías que dominar al animal, lo que en el caso de un toro, sería bastante agotador. Y aún, tu expiación solamente acababa de empezar.
Una vez en Jerusalén, conducirías a tu bestia cuesta arriba hasta el patio exterior del Templo. En el patio interior, explicarías el motivo de tu sacrificio. Después, delante del altar, alguien te ofrecería un cuchillo, y tú —tú mismo— matarías al animal. Harías una carnicería con él. Lo cortarías y lo despedazarías. Lo harías separándolo en piezas. Apartarías los miembros ensangrentados, y sacarías los órganos, uno a uno, y los entregarías al sacerdote para que los quemara. Purificarías los intestinos tras limpiar los residuos. También tendrías que entonar salmos penitenciales mientras el sacerdote tomaba la sangre del animal y rociaba con ella el altar.
Todo esto constituía el «acto de contrición» que nunca olvidaría el pecador. Gordon Wenham, estudioso del Antiguo Testamento, ha descrito esos sacrificios detalladamente (¡y exhaustivamente!) en sus comentarios sobre el Levítico y los Números. Al final, concluye: «Cada lector del Antiguo Testamente que use la imaginación comprenderá enseguida que aquellos antiguos sacrificios eran acontecimientos muy emocionantes. En comparación, hacen que los modernos servicios en las iglesias resulten sosos y aburridos. El fiel antiguo no se limitaba a escuchar al sacerdote y entonar unos pocos himnos: se implicaba activamente en el culto. Había elegido un animal sin tacha de entre su propio rebaño, lo había llevado al santuario, lo había matado y despedazado con sus propias manos, y luego, con sus propios ojos, lo veía ascender en humo»[5].
El Sacrificio penitencial en la Antigua Alianza era un asunto profundamente personal, pero era también un asunto público; era, además, humillante y caro. Tenías que sacrificar ganado, y en una cultura agraria, eso es crucial: es el poder económico. No cabe duda: Dios inspiró en su pueblo el piadoso arrepentimiento del pecado y el auténtico sacrificio personal.
¿Con qué frecuencia tenían que llevar esto a cabo los israelitas? El pueblo llano confesaba sus pecados al menos una vez al año durante la Pascua; los sacerdotes lo hacían el Día de la Expiación[6].
ROMPER EN LAMENTOS
A lo largo del tiempo, el pueblo de Dios elaboró un variado vocabulario para la contrición, la confesión y la penitencia por medio de palabras y de himnos, pero también con actos y gestos. Antes como ahora, la confesión no era exactamente un tema espiritual; era algo que expresaba el pecador; algo que llevaba en su carne; el signo exterior de una realidad interior. Era un sacramento de la Antigua Alianza. Esto no significa que fuera un simple rito. Los pecadores mostraban su dolor y su amor, no exactamente con palabras dulces sino con hechos trabajosos y sangrientos; y sus hechos, a cambio, contribuían a profundizar en su dolor y en su humildad.
Repito, esas confesiones no eran meros ejercicios mentales: se plasmaban de modo elocuente. No eran simplemente privados; tenían lugar en presencia de la Iglesia, la asamblea de Israel, o de sus delegados, los sacerdotes.
«Cuando Acab hubo oído las palabras de Elías, rasgó sus vestiduras, se vistió de saco, y ayunó; dormía con saco y caminaba humildemente» (1 Reyes 21, 27).
«Entonces David y los ancianos, vestidos de saco, cayeron sobre sus rostros. Y David dijo a Dios, “¿No soy yo el que he mandado hacer el censo del pueblo? Yo soy quien ha pecado y hecho el mal”» (1, Par 21, 16-17).
«Luego... se reunieron los hijos de Israel en ayuno, vestidos de saco y cubiertos de polvo. Ya la estirpe de Israel se había apartado de todos los extranjeros, y puestos en pie confesaron sus pecados y las iniquidades de sus padres» (Neh 9, 1-2).
Saco y cenizas, llanto, caer postrado en el suelo: esas eran las muestras habituales de duelo en el mundo antiguo. Los israelitas las empleaban con toda espontaneidad, para expresar el dolor por los pecados. Y la metáfora es perfecta, porque el pecado causa la muerte: una auténtica pérdida de la vida espiritual, que es mucho más mortal que cualquier muerte física. Los pecadores, pues, tienen buenas razones para lamentarse.
Nosotros, los pecadores modernos, podemos aprender mucho de nuestros antepasados, como hicieron, ciertamente, los primeros cristianos[7].
[1] Cf. J. Klawans, Impurity and Sin in Ancient Judaism, New York, Oxford University Press, 2000; E. Mazza, The Origins of the Eucharistic Prayer; Collegeville, Minn, Liturgical Press, 1995, p. 7; S. Lyonnet y L. Sabourin, Sin, Redention and Sacrifice: A Biblical and Patristic Study, Roma, Biblical Institute Press, 1970; S. Porubcan, Sin in the Old Testament: A soteriological Study, Roma, Herder, 1963; B. F. Minchin, Covenant and Sacrifice, New York, Longman, Green and Co., 1958.
Juan Pablo II subraya la necesidad de recuperar un verdadero sentido del pecado inspirándose en la Escritura: «Hay buenas razones para esperar que florezca de nuevo un saludable sentido del pecado... Será iluminado por la teología bíblica de la alianza...». Para conocer la naturaleza y el método de la teología bíblica, cf. A. Cardinal Bea, «Progress in the Interpretation of Sacred Scripture», Teology Digest 1.2 (primavera de 1953), p. 71.
[2] Cf. G. A. Anderson, «Punishment and Penance for Adam and Eve», en The Genesis of perfection, Louisville, Westminster John Knox, 2001, pp. 135-154.
[3] Cf. H. Maccoby, The Ritual Purity System and its Place in Judaism, New York, Cambridge U. P., 1999, p. 192. «Ya que la función de ofrecer sacrificios por los pecados (correctamente así llamada), es (...) expiar el pecado del que ofrece. Porque la culminación СКАЧАТЬ