Название: Señor, ten piedad
Автор: Scott Hahn
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Patmos
isbn: 9788432159503
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Entonces, ¿qué hace Dios? Tú y yo esperaríamos un tronante «¡Os he visto!» desde los cielos. Pero no lo hace; al contrario, sigue el juego del engaño de Adán y Eva. Dios llama a Adán: «¿Dónde estás?» (Gen 3, 9), ¡como si necesitara informarse del paradero de alguien!
Adán responde con una evasiva: «Te he oído en el jardín y, temeroso porque estaba desnudo, me escondí» (Gen 3, 10). Es curioso: en unas pocas palabras se las arregla para manifestar temor, vergüenza, actitud defensiva y autocompasión, pero no contrición. De hecho, parece estar culpando a Dios, cuyo poder Adán encuentra súbitamente amedrentador.
Dios responde de nuevo con una pregunta: «¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol del que te prohibí comer?» (Gen 3, 11).
Adán no duda en cargar directamente a su mujer con la culpa: «La mujer que me diste por compañera me dio de él, y comí» (Gen 3, 12).
Dios no pronuncia su sentencia todavía, sino que hace otra pregunta, esta vez expresamente a la mujer: «¿Por qué has hecho eso?» (Gen 3, 13).
Dios todopoderoso ha formulado cuatro preguntas en cuatro cortos versículos. ¿Qué está haciendo? Si Dios lo sabe todo, ya conoce la respuesta a cada una de esas preguntas, y la conoce mejor que esta pareja auto-engañada y engañada por la serpiente. ¿Qué quiere Dios de ellos?
A través del texto se deduce claramente que Él desea que confiesen su pecado con auténtico dolor. Empieza con unas preguntas indefinidas que invitan amablemente a una explicación. A continuación, se muestra más concreto, hasta que, por fin, pregunta tajantemente a la mujer por lo que ha hecho. Sin embargo, a través de todo ello —desde el cariño hasta el interrogatorio— no surge una confesión. En lugar de responsabilizarse de su acción, Adán culpa primeramente a su compañera y luego culpa a Dios: «Tú me diste a esa mujer, ¡y ella me dio el fruto!»[2].
Como he dicho al comienzo del capítulo anterior, cuanto más necesitamos de la confesión, menos parecemos desearla. Eso es tan cierto en el caso de Adán y Eva como en el de sus descendientes de la raza humana.
LA INCAPACIDAD DE CAÍN
Pensemos solamente en su descendiente inmediato, Caín, el hijo primogénito.
Fuera de sí de envidia, Caín comete el primer asesinato del mundo. Tan pronto como el asesino acaba con su hermano Abel, su víctima, Dios dice a Caín: «¿Dónde está Abel, tu hermano?» (Gen 4, 9).
Una vez más, Dios no está buscando información. No necesita que le comuniquen el paradero de Abel. Más bien, está dando a Caín la oportunidad de confesar su pecado.
Sin embargo, Caín no acepta el ofrecimiento del Señor. En lugar de ello, miente. ¿Dónde está su hermano Abel? «No sé, replica Caín. ¿Soy acaso el guardián de mi hermano?»
De nuevo, Dios no acusa a Caín, sino que le invita a confesar, incluso manifestándole la evidencia de su crimen: «¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano está clamando a Mí desde la tierra» (Gen 4, 10).
No obstante, al final de este episodio, Caín continúa impenitente, y su pecado inconfeso. En lugar de confesar que ha hecho de Abel una víctima, ¡Caín acusa a Dios de hacer una víctima de él! Cuando se queja: «Demasiado grande es mi castigo para poder soportarlo» (Gen 4, 13), no está diciendo: «¡Ay de mí!» sino que está diciendo a Dios: «eres injusto». En lugar de confesar su propia injusticia, Caín acusa a Dios de ella. Luego continúa censurando a Dios por haberle arrebatado su gozo y su medio de vida: «Puesto que me arrojas hoy de la tierra cultivable, oculto a Tu rostro habré de andar» (Gen 4, 14). Ciertamente, Caín llega hasta el punto de acusar a Dios de entregarle a un mundo lleno de asesinos: «Andaré fugitivo y errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará» (Gen 4, 14).
No es precisa la presencia de un psiquiatra para ver lo que va a ocurrir a continuación. Caín asume el status de víctima de Abel y proyecta su propia culpa en Dios: «Ahora no puedo trabajar. Ahora no puedo relacionarme contigo. Ahora tengo que sufrir la injusticia». Además, acusa al resto de la humanidad de intento de asesinato, cuando, hasta el momento, él es el único asesino de la historia. Como sus padres, Caín muestra una serie de emociones —temor, vergüenza, actitud defensiva, autocompasión— pero no dirá que lo siente. Se niega a reconocer su pecado.
ARREPENTIMIENTO O RESENTIMIENTO
El comportamiento de Caín podría resultarnos familiar. Al cabo de los siglos, hombres y mujeres no están mejor dispuestos a confesar sus fallos. Y el modelo de evasiva es el mismo. Las personas que no se arrepienten llegarán al resentimiento. Los que se niegan a acusarse encontrarán modos disparatados para excusarse. Ellos —nosotros— culparemos a las circunstancias, a las limitaciones, a la herencia, al entorno. En última instancia, al hacerlo seguimos los pasos de nuestros primeros padres. Estamos culpando a Dios y haciéndole objeto de nuestro resentimiento, porque Él fue quien creó nuestras circunstancias, nuestra herencia y nuestro entorno.
Cuando más optamos por pecar, menos deseamos hablar de nuestros pecados. Como Caín, Adán y Eva, hablamos sobre casi cualquier cosa —las causas y las consecuencias, la culpa y el castigo—, pero no de la confesión.
DIOS LO HACE RITO
En sucesivas alianzas —con Noé, Abraham, Moisés y David— Dios fue revelando gradualmente más cosas sobre Sí mismo y sobre Sus caminos a gran número de personas. Si la confesión no tuvo éxito entre las primeras generaciones humanas, Dios no se cansó de invitarlas a ella. De hecho, en puntos concretos de la Ley de Moisés, dio a Su pueblo unos rituales muy concretos para confesar los pecados. Hoy, hay quien hace caso omiso del ritual considerándolo como un hecho mecánico y absurdo, pero eso, sencillamente, es falso. Nosotros, los seres humanos, dependemos de la rutina; sin ella, no seríamos capaces de organizar nuestros días ni nuestra vida. Desde lavarnos los dientes o cerrar las puertas, decir «te quiero» o pronunciar las promesas del matrimonio, las acciones rutinarias —algunas grandes y otras menudas— nos capacitan para realizar el trabajo realmente importante de nuestra vida cotidiana.
Numerosos puntos de la Ley se refieren a tales rutinas y rituales, y muchos de ellos se relacionan concretamente con la confesión de los pecados. Veamos, por ejemplo, el Levítico 5, 5-6, que trata de los distintos pecados que comete el pueblo cuando jura en vano. «El que de uno de estos modos incurre en reato, por el reato de uno de estos modos contraído confesará su pecado y ofrecerá a Yahvé por su pecado una hembra de ganado menor, oveja o cabra, y el sacerdote le expiará de su pecado»[3].
Al dar a su pueblo un claro plan de acción, Dios hace posible que los individuos confiesen sus pecados. En primer lugar, insiste explícitamente en dicha confesión. Después, manda hacer algo a los pecadores: un acto litúrgico de sacrificio y expiación. Por último, insiste en que todo ello se haga con la ayuda y la intercesión de un sacerdote. Todos esos elementos sobrevivirán intactos a lo largo de la historia de Israel y del renovado Israel, la Iglesia de Jesucristo.
No deberíamos subestimar el poder de esos «actos» de contrición. En palabras de un santo moderno: El amor exige hechos, no palabras dulces[4]. En los pasados 1970 un slogan popular era: «El amor significa no tener que decir “lo siento”». Pero no es cierto. El amor no sólo significa decir «lo siento», sino también demostrarlo. Así es la naturaleza humana —aunque nuestra naturaleza caída se resiste enormemente—, y el Dios que la creó sabe lo que necesitamos. СКАЧАТЬ