Название: Las desesperantes horas de ocio
Автор: Jorge Humberto Ruiz Patiño
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Opera Eximia
isbn: 9789587816112
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Las carreras de caballos tuvieron una incipiente introducción en Bogotá con la realización de una serie de certámenes que la colonia inglesa organizó en 1825 para conmemorar su participación en la lucha de independencia (Ibáñez 1923).17 Estas competiciones decayeron hasta un nuevo impulso durante el gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera en 1845 (1845-1849), tiempo en el cual las carreras se realizaron en un lugar llamado Campoalegre, a orillas del río Fucha, fomentadas igualmente por la colonia británica (Ibáñez 1923, 416; Rueda 1937/1963). Después de esta temporada hubo un nuevo receso en las carreras hasta la fundación del Jockey Club, en 1874, asociación que junto al Club de Comercio patrocinó la reanudación de las jornadas hípicas en un hipódromo improvisado que sus constructores —Federico Montoya y Ricardo Portocarrero, este último fundador del Jockey Club— ubicaron en la zona de Chapinero (Rueda 1927/1963, 1937/1963; Wills 1935b). A finales de siglo, en 1898, se construyó el hipódromo de La Gran Sabana en los terrenos de la hacienda La Magdalena, donde hasta entonces se habían realizado las carreras de caballos en Bogotá.
Los eventos hípicos en Europa fueron potestad de la aristocracia inglesa durante los siglos XVII y XVIII, sin que se hayan abierto a otras clases sociales, como sí sucedió en París en el siglo XIX. En esta ciudad fueron famosas las carreras en el hipódromo de Longchamp, cuya asistencia ascendió de 200 000 personas en 1870 a 500 000 en 1890 (Rearick 1985, 91). Al igual que muchos otros espectáculos en París, como los circos, cabarets y salones de música y baile (music halls), los precios de la entrada para observar las carreras eran relativamente bajos (un franco), lo que permitió, por ejemplo, que los domingos concurrieran al hipódromo regularmente 40 000 personas (Rearick 1985, 90).
Una situación similar se observaba en Buenos Aires, donde los hipódromos de Belgrano —construido en 1857— y de Palermo —inaugurado en 1876 y luego vendido al recién fundado Jockey Club en 1882— recibieron en 1900 un total de 223 000 visitantes, poco más del doble de la población bogotana en aquel año.18 Aunque al comienzo fueron una práctica estrictamente marcada por el consumo de élite, al finalizar el siglo XIX las carreras de caballos (turf) se convirtieron en el espectáculo público por antonomasia de Buenos Aires (Cecchi 2016), así como los hipódromos en “el principal terreno de encuentro entre el sector más encumbrado de la élite social y las clases subalternas urbanas” (Hora 2014, 314). No sucedió así en la Ciudad de México, cuyo primer y único hipódromo en el siglo XIX —el de Peralvillo, construido en 1882 por miembros del Jockey Club, fundado un año antes— albergó solamente a los sectores exclusivos de esa ciudad, quienes vieron en las carreras de caballos una ocasión propicia para ostentar su riqueza y posición (Beezley 2004).
Cuando el velocipedismo llegó a Bogotá a mediados de la década de 1890, en París esta práctica ya se había masificado gracias a la reducción del costo de los velocípedos y a la fundación de un número considerable de clubes ciclísticos (Thompson 2002). En dicha época en esa ciudad se podían contar dieciséis pistas de ciclismo (Rearick 1985, 29), dos revistas promotoras de esta práctica —Vélo, de 1891, y Auto, de 1903— (Rearick 1985, 65) y un notable aumento en la conformación de clubes de velocipedismo, que pasaron de la unidad en 1880 a ser ochocientas agrupaciones en 1910, con un total de 150 000 miembros (Thompson 2002, 136).
Esta masificación llevó a un doble uso del velocípedo en París. Por un lado, la clase alta, que había adoptado inicialmente el uso de este aparato como una mutación de la distinción aristocrática representada en la posesión y uso del caballo (Thompson 2002), regularmente hacía plácidos paseos montada en sus aparatos de dos ruedas por los boulevares de la ciudad o el bosque Bolonia (Rearick 1985), mientras que las clases populares, por su parte, avizoraban los comienzos del ciclismo profesional y del Tour de Francia —inaugurado en 1903— con la aceleración de sus velocípedos en las competiciones que se realizaban en las múltiples pistas de la ciudad (Thompson 2002).
En la Ciudad de México, de otro lado, los primeros velocípedos llegaron en la década de 1880 provenientes de Estados Unidos y se comenzaron a rentar al público en 1884, año en que se fundó el Club Velocipedistas y se dio inicio a la programación de carreras alrededor de la Alameda Central, hasta que fueron prohibidas por los continuos accidentes que causaban (Beezley 2004). Pero a diferencia de lo que sucedió en París, el velocipedismo en la Ciudad de México no se popularizó durante el siglo XIX, razón por la cual se podía observar a los miembros de la élite usar el velocípedo tanto para competir en carreras como para hacer desfiles en El Zócalo (plaza central) durante las festividades de la Semana Santa, de forma similar a los miembros de la élite bogotana, que durante las fiestas de Independencia desfilaban, montados en sus veloces aparatos, desde la Plaza de Bolívar hasta la zona de San Diego, en donde tenían lugar las carreras.
Las corridas de toros en Bogotá, que desde la Colonia se ejecutaban a caballo y con participación del público en el ruedo (Cordovez Moure 1893; Ibáñez 1913, 1915; Rodríguez 2002), a partir de la década de 1890 tomaron la forma española de torear a pie, adoptada desde el siglo XVIII en el país ibérico, donde dicha práctica ya mostraba signos de un avanzado estado de mercantilización a finales del siglo XIX, al igual que otros espectáculos en Londres y París (Shubert y Sanchis 2001). En otras ciudades de América Latina, como Buenos Aires y Río de Janeiro, las corridas de toros fueron prohibidas, perseguidas y tempranamente eliminadas del repertorio de entretenimientos decimonónicos (Cecchi 2016; Troncoso 1981; Melo y Karls 2014). Mientras en la región central de Chile las corridas de toros se mantuvieron de forma muy débil hasta desaparecer (Purcell 2000), en México la adopción del estilo español de torear se produjo de manera contemporánea a Colombia (Beezley 2004), al contrario de lo que sucedió en La Habana, que constituye un caso particular ya que la forma de torear a pie se introdujo tempranamente a mediados del siglo XIX, gracias a su prolongada dependencia de España (Riaño 2002).
La ópera, las carreras de caballos, de velocípedos y las corridas de toros de estilo español fueron las entretenciones que la élite bogotana, conformada por grandes comerciantes, ricos propietarios, hacendados, rentistas, profesionales, intelectuales, empleados oficiales de alto rango y empresarios (Mejía 1999),19 adoptaron en las últimas décadas del siglo XIX, mientras que los demás sectores de la población, entre los que se contaban artesanos, tenderos, pequeños comerciantes y otros individuos que realizaban oficios de peonaje y servicios domésticos (Mejía 1999),20 continuaron regocijándose con las diversiones heredadas de la Colonia.21
Las corridas de toros que hasta el momento se venían realizando en la Plaza de Bolívar se desplazaron hacia un circo de madera construido en cercanías de la Plaza de Los Mártires, donde los aficionados a la tauromaquia se reunían en época de temporada. En los terrenos de la hacienda La Magdalena se ubicó el primer hipódromo que tuvo la ciudad y que acogió a los espectadores aficionados a la velocidad con las carreras de caballos y de velocípedos, mientras que aquellas personas que gustaban de las artes escénicas podían congregarse en los teatros Municipal y Colón para obtener un rato de placer estético con las funciones de ópera que comenzaron a regularizarse a finales del siglo XIX. Mientras esto sucedía, por otro lado, la СКАЧАТЬ