Confesiones. San Agustín
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Название: Confesiones

Автор: San Agustín

Издательство: Bookwire

Жанр: Религия: прочее

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isbn: 9786074574500

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СКАЧАТЬ si el hombre pudiese tener enemigo más pernicioso que el mismo odio con que se irrita contra él o pudiera causar a otro mayor estrago persiguiéndole que el que causa a su corazón odiando! Y ciertamente que no nos es tan interior la ciencia de las letras como la conciencia que manda no hacer a otro lo que uno no quiere sufrir.

      ¡Oh, cuan secreto eres tú!, que, habitando silencioso en los cielos, único Dios grande, esparces infatigable, conforme a ley, cegueras vengadoras sobre las concupiscencias ilícitas, cuando el hombre, anheloso de fama de elocuente, persiguiendo a su enemigo con odio feroz ante un juez rodeado de gran multitud de hombres, se guarda muchísimo de que por un lapsus linguae no se le escape un inter hominibus y no le importa nada que con el furor de su odio le quite de entre los hombres.

      Con todo, Señor, gracias te sean dadas a ti, excelentísimo y óptimo Creador y Gobernador del universo, Dios nuestro, aunque te hubieses contentado con hacerme sólo niño. Porque, aun entonces, existía, vivía, sentía y tenía cuidado de mi integridad, vestigio de tu secretísima unidad, por la cual existía.

      Guardaba también con el sentido interior la integridad de los otros mis sentidos y me deleitaba con la verdad en los pequeños pensamientos que formaba sobre cosas pequeñas. No quería me engañasen, tenía buena memoria y me iba instruyendo con la conversación. Me deleitaba la amistad, huía del dolor, de la abyección y de la ignorancia. ¿Qué hay en un viviente como éste que no sea digno de admiración y alabanza? Pues todas estas cosas son dones de mi Dios, que yo no me los he dado a mí mismo. Y todos son buenos y yo soy todos ellos. Bueno es el que me hizo y aun él es mi bien; a él quiero ensalzar por todos estos bienes que integraban mi ser de niño. En lo que pecaba yo entonces era en buscar en mí mismo y en las demás criaturas, no en él, los deleites, grandezas y verdades, por lo que caía luego en dolores, confusiones y errores.

      Gracias a ti, dulzura mía, gloria mía, esperanza mía y Dios mío, gracias a ti por tus dones; pero guárdamelos tú para mí. Así me guardarás también a mí y se aumentarán y perfeccionarán los que me diste, y yo estaré contigo, porque tú me concediste que existiera.

      Libro segundo

      Quiero recordar mis pasadas fealdades y las corrupciones carnales de mi alma, no porque las ame, sino por amarte a ti, Dios mío. Por amor de tu amor hago esto (amore amoris tui facio istuc), recorriendo con la memoria, llena de amargura, aquellos mis caminos perversísimos, para que tú me seas dulce, dulzura sin engaño, dichosa y eterna dulzura, y me recojas de la dispersión en que anduve dividido en partes cuando, apartado de la unidad, que eres tú, me desvanecí en muchas cosas.

      Porque hubo un tiempo de mi adolescencia en que ardí en deseos de hartarme de las cosas más bajas, y osé oscurecerme con varios y sombríos amores, y se marchito mi hermosura, y me volví podredumbre ante tus ojos por agradarme a mí y desear agradar a los ojos de los hombres.

      Pero yo, miserable, habiéndote abandonado, me convertí en un hervidero, siguiendo el ímpetu de mi pasión, y traspasé todos tus preceptos, aunque no evadí tus castigos; y ¿quién lo logró de los mortales? Porque tú siempre estabas a mi lado, ensañándote misericordiosamente conmigo y rociando con amarguísimas contrariedades todos mis goces ilícitas para que buscara así el gozo sin contrariedades y, cuando yo lo hallara, en modo alguno lo hallara fuera de ti, Señor; fuera de ti, que provocas el dolor para educar, y hieres para sanar, y nos das muerte para que no muramos sin ti. Pero ¿dónde estaba yo? ¡Oh, y qué lejos, desterrado de las delicias de tu casa en aquel año decimosexto de la edad de mi carne, cuando la locura de la libídine, permitida por la desvergüenza humana, pero ilícita según tus leyes, tomó el bastón de mando sobre mí y yo me rendí totalmente a ella! Ni aun los míos se cuidaron de recogerme en el matrimonio al verme caer en ella; su cuidado fue sólo de que aprendiera a componer discursos magníficos y a persuadir con la palabra. En este mismo año se interrumpieron mis estudios, cuando estaba de regreso en Madaura, ciudad vecina, a la que había ido a estudiar literatura y oratoria, en tanto que se hacían los preparativos necesarios para el viaje más largo a Cartago, más por animosa resolución de mi padre que por la abundancia de sus bienes, pues era un vecino muy modesto de Tagaste.

      Pero ¿a quién cuento yo esto? No ciertamente a ti, Dios mío, sino en tu presencia cuento estas cosas a los de mi linaje, el género humano, cualquiera que sea la parte de él que pueda tropezar con este mi escrito. ¿Y para qué hago esto? Para que yo y quien lo leyere pensemos desde qué abismo tan profundo hemos de clamar a ti. ¿Y qué cosa más cerca de tus oídos que el corazón que te confiesa y la vida que procede de la fe?

      ¿Quién había entonces que no colmase de alabanza a mi padre, quien, yendo más allá de sus haberes familiares, gastaba con el hijo cuanto era necesario para un tan largo viaje por razón de sus estudios? Porque muchos ciudadanos, y mucho más ricos que él, no se ocupaban tanto de sus hijos.

      Sin embargo, este mismo padre nada se cuidaba entre tanto de que yo creciera ante ti o fuera casto, sino únicamente de que fuera diserto, aunque mejor dijera desierto, por carecer de tu cultivo (dummodo essem disertus vel desertus potius a cultura tua), ¡oh Dios!, que eres el único, verdadero y buen Señor de tu campo: mi corazón.

      Pero en aquel decimosexto año se impuso un descanso por la falta de recursos familiares y, libre de escuela, comencé vivir con mis padres. Se elevaron entonces sobre mi cabeza las zarzas de mis pasiones, sin que hubiera mano que me las arrancara. Al contrario, cuando cierto día, en los baños públicos, ese padre me vio que llegaba a la pubertad y que estaba revestido de una inquieta adolescencia, como si se gozara ya pensando en los nietos, se fue alegre a contárselo a mi madre; alegre por la embriaguez con que el mundo se olvida de ti, su Creador, y ama en tu lugar a la criatura, y que nace del vino invisible de su perversa y mal inclinada voluntad a las cosas de abajo.

      Mas para este tiempo habías empezado ya a levantar en el corazón de mi madre tu templo y el principio de tu morada santa, pues mi padre no era más que catecúmeno, y esto desde hacía poco. De aquí que ella se sobresaltara con un santo temor y temblor, pues, aunque yo no era todavía cristiano, temió que siguiese las torcidas sendas por donde andan los que te vuelven la espalda y no el rostro.

      ¡Ay de mí! ¿Y me atrevo a decir que callabas cuando me iba alejando de ti? ¿Es verdad que tú callabas entonces conmigo? ¿Y de quién eran, sino de ti, aquellas palabras que por medio de mi madre, tu creyente, cantaste en mis oídos, aunque ninguna de ellas penetró en mi corazón para ponerlas por obra?

      Ella quería –y recuerdo que me lo amonestó en secreto con grandísima solicitud– que no fornicase y, sobre todo, que no cometiese adulterio con una mujer casada. Pero estas reconvenciones me parecían mujeriles, a las que me hubiera avergonzado obedecer. Mas en realidad eran tuyas, aunque yo no lo sabía, y por eso creía que tú callabas y que era ella la que me hablaba, siendo tú despreciado por mí en ella; por mí, su hijo, hijo de tu sierva y siervo tuyo, que no cesabas de hablarme por su medio.

      Pero yo no lo sabía, y me precipitabas con tanta ceguera que me avergonzaba entre mis coetáneos de ser menos desvergonzado que ellos cuando les oía jactarse de sus maldades y gloriarse tanto cuanto más indecentes eran, agradando hacerlas no sólo por el deleite de las mismas, sino también por ser alabado. ¿Qué cosa hay más digna de reproche que el vicio? Y, sin embargo, por no ser reprochado me hacía más vicioso, y cuando no había hecho nada que me igualase con los más perdidos, fingía haber hecho lo que no había hecho, para no parecer más despreciable, por el hecho de ser más inocente; ni ser tenido por más vil, por el hecho de ser más casto.

      Ciertamente, Señor, que tu ley castiga el hurto, ley de tal modo escrita en el corazón de los hombres, que ni la misma iniquidad puede borrar. ¿Qué ladrón hay que tolere con paciencia a otro ladrón? Ni aun el rico tolera esto al que es empujado por la pobreza. Y yo quise cometer un hurto y lo cometí, СКАЧАТЬ