Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
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Название: Historia del pensamiento político del siglo XIX

Автор: Gregory Claeys

Издательство: Bookwire

Жанр: Социология

Серия: Universitaria

isbn: 9788446050605

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СКАЧАТЬ que hizo de fundar una organización republicana oficial adolecieron de cierta reticencia; se decía que no había prisa alguna en lograr las metas políticas últimas (D’Arcy, 1982). La enfermedad de la reina Victoria en 1871, y el retorno a sus deberes oficiales tras casi una década de duelo por la muerte de su esposo, contribuyeron a restaurar su prestigio, mientras Disraeli hacía hincapié en la superioridad de la Constitución británica sobre la norteamericana (p. ej. Watts, 1873, p. 1). El declive del republicanismo estuvo íntimamente unido a la expansión del imperio y al ensalzamiento, por parte de Disraeli, del papel imperial de la reina. Los críticos amenazaban con que «el día que proclamemos una república en este país, perderemos nuestras colonias y nos hundiremos en la insignificancia» (Ashley, 1873, p. 19). En general, los ingleses reaccionaron de forma negativa ante la Comuna de París. Hasta los republicanos estaban divididos en este punto: Frederic Harrison era más favorable a la Comuna; Bradlaugh, cada vez más reacio a la Primera Internacional, lo era menos. En 1899 se decía que sólo quedaba un republicano confeso en la Cámara de los Comunes; el irlandés Michael Davitt (Davidson, 1899, p. 386, y en general Moody, 1981).

      En este periodo también hubo defensores del republicanismo en varias colonias británicas –al menos en el ámbito teórico–, en Australia especialmente, donde ya en 1852 se había proclamado (por John Dunmore Lang, que no halló mucho apoyo popular): «No hay otra forma de gobierno practicable o posible en una colonia británica que ha obtenido su independencia y libertad que la de una república», el único modo de promover la moral pública y privada y una «religión pura e inmaculada» (Lang, 1852, p. 64; cfr. McKenna, 1996; McKenna y Hudson 2003; Old­field, 1999; en el caso de Nueva Zelanda, Trainor, 1996; cfr. asimismo Eddy y Schreuder, 1998).

      Irlanda

      El grupo parlamentario de los radicales irlandeses presionó a favor de una reforma política y social (especialmente agraria) durante todo el periodo. El principal movimiento nacionalista de la primera parte del siglo lo lideró Daniel OʼConnell (1775-1847), cuya meta fundamental era la restauración del Parlamento irlandés y quien pronunció la famosa frase: «Ninguna revolución merece el derramamiento de una sola gota de sangre» (White, 1913, p. 81). Rechazaba el «vano deseo de contar con instituciones republicanas» promovido por la Sociedad de los Irlandeses Unidos (O’Connell, 1846, II, p. 113), y en su lugar defendía una reforma parlamentaria moderada y políticas de liberalismo económico. La emancipación católica se logró en 1828, pero en la década de 1840 OʼConnell no logró la «revocación» (de la Ley de la Unión de 1801 que había abolido el Parlamento irlandés independiente). Su sucesor más famoso fue Charles Stewart Parnell (1846-1891), el «rey sin corona de Irlanda», presidente de la Liga Agraria y líder del partido irlandés en el Parlamento durante la década de 1880, que impulsó una reforma agraria primero y, más tarde, progresivamente, la propiedad campesina y la creación de un parlamento irlandés independiente.

      Republicanismo irlandés

      El republicanismo irlandés del siglo XIX tiene su origen en la controversia que rodeó a la Revolución francesa y los derechos del hombre de Paine. Hunde, sin embargo, sus raíces en el pensamiento «whig auténtico» y «patriota» de tiempos anteriores, que encarnaban la oposición a la «tiranía» de un ejecutivo despótico, un ejército permanente y una oligarquía terrateniente, pero en los que la dominación étnica inglesa también desempeñaba un papel importante a la hora de rebajar el vocabulario del constitucionalismo antiguo y de los derechos naturales primero, y el de los derechos católicos e incluso el del separatismo después (cfr. Small, 2002, y, en general, Connolly, 2000). Algunos reformadores como Lord Edward Fitzgerald visitaron Francia poco después de la Revolución, donde se imbuyeron de principios republicanos (Moore, 1831, I, p. 166). A medida que avanzaba la década de 1790, otros reformistas, como Wolfe Tone, pasaron de buscar la independencia bajo «cualquier forma de gobierno» (Tone, 1827, I, p. 70) a asumir tanto un cuerpo electoral más amplio, como, finalmente, un republicanismo más democrático. En opinión de muchos, especialmente de los dissenters ingleses, se estaba hablando de autogobierno (Byrne, 1910, p. 4; Tone, 1827, II, pp. 18, 26). Tras la fundación de la Sociedad de los Irlandeses Unidos en 1792, el republicanismo a lo Paine y el autogobierno irlandés se fusionaron dando lugar a una combinación que fue separatista en 1796 y revolucionaria en 1798 (cfr. McBride, 2000). Sin embargo, muchos de los líderes más destacados del levantamiento de 1798, no tenían un modelo político que fuera más allá de la independencia nacional; el rebelde general Joseph Holt admitió, cuando le preguntaron, no estar «muy puesto en cuestiones republicanas» (Holt, 1838, II, p. 69).

      El republicanismo irlandés de mediados del siglo XIX siguió esta pauta. Los revolucionarios de 1848 carecían de una teoría política elaborada: querían crear su propia nación. Thomas Davis, por ejemplo, aunque brindó su apoyo a un gobierno federal afirmó: «Si no, cualquier cosa menos lo que somos» (citado en Lynd, 1912, p. 224), e incluso admitió que una «república regia» podía ser un modelo viable (Davis, 1890, p. 280). Cuando un entusiasta de los procesos de 1848, John Mitchel, se declaró partidario del republicanismo se dijo que era «una evolución con la que no se había contado», pues él mismo había escrito refiriéndose a sus camaradas: «Las teorías sobre el gobierno carecen de interés para ellos. El único deseo y objetivo de todos es crear un gobierno nacional», que podría incluir una monarquía (Duffy, 1898, I, p. 262 n.; Dillon, 1888, II, p. 130). A muchos les ofendió más tarde el apoyo público de Mitchel a la esclavitud y a una «república irlandesa con plantaciones esclavistas» a principios de la década de 1850 (Mitchel luchó por el Sur en la Guerra Civil norteamericana) (Dillon, 1888, II, pp. 48-49). Hasta un teórico político y social tan sofisticado como Michael Davitt, fundador de la Liga Agraria, que propugnaba la nacionalización de la tierra (Henry George fue quien más influyó en él) y el socialismo de estado (Davitt, 1885, II, pp. 69-142), escribió poco sobre el republicanismo, pero esperaba poder fundar un partido laborista en Gran Bretaña.

      La Hermandad Republicana Irlandesa, fundada en 1858, fijó unos principios fundamentales, que, evidentemente, no estaban exentos de crítica. De entre ellos cabe destacar la expropiación de tierras a propietarios inactivos o ausentes, así como a la Iglesia. Pretendía vender la tierra para crear un nuevo campesinado; abolir los títulos hereditarios, crear un parlamento electo con un tercio de sus miembros elegidos por sufragio universal; fundar consejos provinciales; imponer la tolerancia de todas las religiones desde una educación laica (Rutherford, 1877, I, pp. 68-69). Algunos republicanos irlandeses posteriores fueron, sobre todo, nacionalistas, pero no necesariamente antimonárquicos. Patrick Pearse, por ejemplo, creía que un príncipe alemán bien podría ser soberano de una Irlanda independiente.

      Francia

      En Francia nunca dejó de haber movimientos revolucionarios tras 1789. Sus miembros estaban en la estela de Rousseau y los jacobinos, pero combinaban las propuestas de estos autores con las contenidas en las obras de Babeuf, Blanqui, Proudhon y Blanc. Defendían al pequeño productor, al artesano y al campesino frente al gran capital, y exigían más democracia, igualdad social, derechos civiles y nacionalismo (Lou­bère, 1974). Francia fue la sociedad europea más revolucionaria del siglo XIX, con un levantamiento moderado en 1830 y con posteriores transformaciones en 1848 y 1871 que marcaron época. Su radicalismo a menudo era republicano y revolucionario, aunque no había tradición alguna asociada a los «principios de 1789» como tales. En el seno del movimiento había un ala moderada y una extremista que competían por la aprobación de la opinión pública. Jacobinos y republicanos volvieron a adquirir importancia durante la Revolución de 1848 y el radicalismo halló mayor eco en el campo en la segunda mitad del siglo. Los viticultores del sur presionaron a favor de reformas constitucionales. Defendían, por ejemplo, un legislativo unicameral sin presidente ni Senado, pero se oponían a dar el voto a las mujeres. En la década de 1880, algunos radicales pidieron la nacionalización del ferrocarril, de las minas y de los bancos, la regulación de las condiciones de trabajo y de los horarios de los obreros, créditos a bajo precio y apoyo del Gobierno a las cooperativas. En torno al cambio de siglos, muchas de estas cuestiones ya eran cosa del socialismo. El radicalismo más moderado y no revolucionario perdió interés.

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