3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio
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Название: 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

Автор: Adela Zamudio

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: 3 Libros para Conocer

isbn: 9783985944521

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СКАЧАТЬ mucho que me pagaran un vestido de raso, como el que tenía puesto antier tía Clara, todo verdoso, y con el talle, allá, en las narices? ¡Ah! ¡no, no, no no! No lo agradecería nada, al revés; si estuviera obligada a ponérmelo, maldeciría con toda mi alma la mano que me lo hubiera pagado… Y es que yo no concibo el raso ¿sabes? si no es charmeuse de a treinta bolívares en adelante el metro. ¡Y lo mismo las medias!… ¡mira, mira éstas que tengo puestas! ¿son bonitas, eh?… bueno, ¿y por qué?… ¿por qué son bonitas?… ¡pues porque me costaron en París ciento veinte francos!

      —¡¡Bien!!… —dijo tío Pancho riéndose otra vez con mucho escándalo—. ¡Veo, María Eugenia, por ese escalofriante presupuesto, que te avalúas carísima! ¡Ah! tienes muy definida la conciencia de tu propio valer, condición indispensable para llegar a valer. Sí, sí, haces bien. Si queremos que los demás nos estimen un poco, es preciso empezar por estimarnos mucho nosotros mismos. ¡No lo olvides nunca, mira que es un principio importantísimo para una mujer que generalmente sólo vale por lo que dé en estimarla un hombre!

      —Otra cosa, tío Pancho —dije yo volviendo a mi arraigada obsesión—. Abuelita me predica moral a mí con tantísimo interés y con tantísima vehemencia, que si: «el honor de una mujer» que si: «la virtud de una mujer»… Bueno ¿y por qué no se la predica también a esa sardina seca de tío Eduardo, vamos a ver? ¡A que nunca lo ha sentado en una sillita a su lado y le ha dicho como a mí esta mañana: «el honor de un hombre!».

      Tío Pancho volvió a poner la cara mística y dijo:

      —Porque el honor de estos hombres tan honorables como Eduardo no hay para qué mencionarlo. El mencionarlo sólo, implica ya cierta duda o poco respeto hacia él; pecado en el cual no incurrirá nunca Eugenia. Mira, el honor de los hombres, hija mía, en todas partes es algo así… ¿cómo diremos? algo indefinido, elástico, convencional… pero aquí, en nuestro medio, se ha hecho ya tan elástico e indefinido, que al igual de las cosas sagradas, siendo muy trascendental es completamente invisible, así como el alma humana, y los espíritus angélicos. Es un atributo que subsiste por sí, independientemente del sujeto que lo ostenta, con cuyos actos, conducta o proceder no suele guardar la menor relación. Sólo a la mujer o a las mujeres de la casa, quienes por lo común son las encargadas de su cuidado y vigilancia, les es dado el mancharlo, herirlo o denigrarlo con el más leve descuido de su conducta. Debido a ello, el hombre de nuestra sociedad, tan celoso de su honor como lleno de lógica y de abnegación, en lugar de ocuparse de sí mismo y de su propio comportamiento: ¡no! sólo vigila, atiende y contempla escrupulosamente a todas horas, el comportamiento de la mujer, tabernáculo vivo donde se encierra esta majestad sagrada de su honor… Bueno, y el gran mérito de una mujer consiste en vigilarlo a todas horas, piadosamente, después de haberlo aceptado así, contradictorio, incomprensible y misterioso, tal cual un dogma de fe…

      —¡Ah! otra cosa, otra cosa que quiero preguntarte, tío Pancho, antes de que se me olvide: ¿Cómo es que a tía Clara tampoco le queda un céntimo? Ayer me dijo que para hacer sus gastos sólo contaba con una pequeña pensión que mensualmente le pasaba tío Eduardo. ¿No heredó ella también como los demás de la fortuna que dejó Abuelito Aguirre?…

      Y entonces, para satisfacer esta pregunta, tío Pancho se engolfó, Cristina, en una larguísima relación, salpicada de observaciones y de chistes que no te repito en detalles porque como bien sabes a mí en el fondo me aburren muchísimo las conversaciones de intereses. Me sucede con ellas lo mismo que me sucede con las conversaciones de política, o sea que me crispan de impaciencia cuando no me duermen de fastidio. Pero en fin, resumiendo en pocas palabras lo que me explicó tío Pancho, te diré que hoy en día, tía Clara no tiene nada y Abuelita, quien a la muerte de mi abuelo su marido heredó una buena renta, al igual de tía Clara, ella también se ha quedado reducida no diremos a nada, pero a casi nada.

      Sus respectivas herencias o fortunas tuvieron los siguientes procesos:

      La de tía Clara se perdió de un manera más o menos jovial y pintoresca; es decir, que pasó goteando poco a poco con gran regocijo y metálico tintineo de las manos fraternales de tía Clara, a las pródigas manos de tío Enrique, su hermano menor y preferido. Al decir de tío Pancho, este tío Enrique, muerto hace ya varios años, era el reverso de tío Eduardo: alegre, calavera, generoso y tenorio se pasaba la vida viajando y haciéndole regalos a todo el mundo. Solía además jugar muchísimo y en los tiempos de fortuna, dilapidaba triunfalmente los favores de la suerte; pero luego, en la adversidad, era tía Clara su paño de lágrimas y quien a escondidas de Abuelita, prestaba siempre lo suyo para pagar las deudas más apremiantes o para satisfacer los más indispensables caprichos. Tío Enrique retribuía luego, con profusión de regalos y cariños, tan espontáneos sacrificios y fue así, como los dos juntos en mutuo y común acuerdo consumieron hasta el último céntimo del patrimonio de tía Clara.

      En cuanto a la fortuna de Abuelita, quien jamás hubiera consentido en pagar con ella las deudas indignas del calavera de tío Enrique, corrió peor suerte aún que la de tía Clara puesto que, siendo mucho mayor, se perdió también del mismo modo sin que nadie se regocijase con ella. Y es que tío Eduardo, quien por su carácter metódico y tranquilo se había ganado desde muy joven el aprecio y la confianza absoluta de Abuelita, emprendió hace ya muchos años yo no sé qué negocio de minas que debía producir muchísimo, y para cuya explotación Abuelita le prestó sin reservas todo su capital. A pesar de los pronósticos y de las seguridades, la empresa fracasó a los pocos años, del modo más lamentable. Del capital de Abuelita apenas logró salvarse una pequeña suma, la cual, colocada en acciones de Banco y unida a una exigua pensión de viudedad, es desde entonces, lo único que tiene ella para vivir y sostener esta casa en forma muy medida y económica. Después del fracaso de tío Eduardo, que como buen avaro es tesonero y sufrido, siguió trabajando, primero en la misma empresa, y luego más tarde, asociado a papá. Gracias a su economía y a su astucia logró rehacerse y hoy es rico, pero de aquel dinero de Abuelita perdido por él en la empresa de minas no ha vuelto a hablarse más. En cambio, para proveer a los gastos de esta casa, a más de la pensión de viudedad y a más de la pequeña renta que producen las acciones, tío Eduardo suple a Abuelita y a tía Clara una cantidad mensual; y de esto se habla todos los días. Abuelita lo llama por ello su providencia, y el mejor, el más abnegado, el más generoso de los hijos…

      —Este es el sistema de Eduardo: ¿comprendes? —comentó tío Pancho clausurando su versión al llegar aquí— coge mil; luego regala dos, y por esos dos hay que bendecirlo eternamente: ¡es el protector!

      Aun cuando nada nuevo acabase de escuchar, relativo a mi propia situación, recuerdo que al terminar tío Pancho aquella prolija explicación que había ido glosando con anécdotas y con todo género de comentarios, yo reconstruí en un segundo sobre su relato el relato de Abuelita en la mañana, y ahora también, volví a quedarme un largo rato inmóvil y aterrada, clavados los ojos en mis propias manos que se hallaban desmayadas al azar sobre el vestido negro, como los símbolos vivos de mi sumisión y de mi renunciamiento.

      ¡Ah! si llegaba a faltarme Abuelita, cosa que bien podía ocurrir de un momento a otro ¿qué sería de mí, Dios mío, qué sería de mí?… ¡Ah! ¡el horror de la dependencia en la casa enemiga de tío Eduardo!…

      Y en el silencio augusto del momento, bajo la sombra intensa de los árboles y el crepúsculo, al lado de tío Pancho que callado jugueteaba ahora con la punta del bastón sobre la hierba, sentí por vez primera que mi alma se aferraba desesperadamente a la vida de Abuelita, como el niño que apenas sabe caminar se agarra a la falda de su madre… Sí; ella; sólo ella; sólo su maternidad podía calmar la humillación de mi pobreza y de mi desvalimiento… Pero como de pronto, así, pensando en Abuelita, echase de ver que la noche se nos venía encima, me puse de pie con mucha rapidez y dije mientras sacudía de mi falda las briznas recogidas en la hierba:

      —Acuérdate, acuérdate tío Pancho que Abuelita me СКАЧАТЬ