3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio
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Название: 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

Автор: Adela Zamudio

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: 3 Libros para Conocer

isbn: 9783985944521

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СКАЧАТЬ con la polvera en una mano y la mota en la otra—. ¡Si todas me preguntan la misma necedad: «que si me hace falta París y que si me ha gustado Caracas»! ¡Estoy harta ya de esa eterna letanía! ¡y todas, todas, todas, iguales!… ¿Quieres que te diga, Abuelita, el efecto que me hacen tus amigas? Pues mira, la verdad: ¡no las distingo! ¡No sé si la que vino ayer es la misma que estuvo antier, o la que volverá pasado mañana! Parecen esos tomos que hay a veces en las bibliotecas ¿sabes? todos igualitos, todos juntos, todos forrados en pergamino, que si por una casualidad los coges y los abres te encuentras con que por dentro están escritos en latín o en español antiguo… bueno ¡que ni lo entiendes!…

      —Te equivocas, María Eugenia, las personas que han venido a verte son todas muy cultas, muy respetables, parientes o amigos míos, de lo mejor de Caracas, a quienes debías agradecer…

      —¡Ay! ¡Abuelita, por Dios, déjame salir! ¡Mira, si no me voy a pasear me ahogo, sí, me muero, y esta noche lo que verán las visitas será mi cadáver tendido con cuatro velas!… ¡Ah! diles que me dolía la cabeza, las muelas, cualquier cosa, que tuve que ir a casa del dentista y que me esperen… ¡No vendré tarde, ya verás, no vendré tarde!

      —¡Haz lo que te parezca, María Eugenia! No puedo pasar el día entero discutiendo contigo ni quiero tampoco, que seas desgraciada porque estás en mi casa. ¡Vete, vete a pasear con Pancho si es que tanto lo deseas!

      Y poniéndose de nuevo los lentes, Abuelita volvió a su costura luego de exhalar otro suspiro en el que iba mezclado, a la más completa desaprobación, el más profundo desaliento.

      Y en aquel instante preciso, se abrió de golpe la puerta del zaguán y alegre, sonriente, expresiva, apareció en el corredor la cabeza jovial de tío Pancho. Luego de saludar a Abuelita y a tía Clara muy cariñosamente y como si nada hubiese ocurrido en la mañana, me descubrió en pleno patio donde me hallaba aún con la boca estirada entre el espejo, la mota y la polverilla. Al divisarme se vino a mí, y mientras me examinaba por todos lados, iba diciendo a voces con grandísimo escándalo:

      —¡Ah!, sobrina, sobrina, ¡qué linda estás, y qué ráfaga de juventud me traes con ese vestido y ese sombrerito brujo! ¡Qué bien te sentó la témporadita última en París! ¿eh?… Es los retratos que mandabas antes no eras la misma que eres hoy día ¡no, no, no!… Mira, ahora, en este momento eres París, puro París, desde ese olorcito indefinido de tu velo negro, hasta la punta charolada de los zapatos… ¡y pretender que en otras partes se visten bien las mujeres!… vamos… ¡qué ilusión! ¡esto! ¡París, esto es ¡chic!!… Bueno, ¡y que estás muy bonita, además!… Camina para verte… ¡Preciosa!… ¡Perfectamente!… Ahora, cuando nos vean juntos en el coche nos mirarán pasar como bobos, y mañana me vuelven loco en el club preguntándome por la bella y elegante desconocida «la dama enlutada»; son capaces de creer que se trata de alguna recién llegada artista a quien he conquistado, y como son tan envidiosos…

      —¡Ah! ¡qué divertido! —exclamé yo llena de risa y de satisfacción—. ¡Mira que si de veras fuera yo una artista, tío Pancho!… ¡Pero, una buena artista!… ¿ah?… una celebridad. ¡Y mira que si en lugar de ser tu sobrina fuera tu amiga!…

      El ruido de la puerta del zaguán que se cerraba de nuevo tras de nosotros me impidió oír las enérgicas protestas que debieron emitir Abuelita y tía Clara, ante unas suposiciones tan disparatadas como ofensivas para mi dignidad y mi virtud. Pero yo que estaba encantada por el exuberante florilegio de tío Pancho, una vez dentro del coche me di a explicarle muy detalladamente dónde había comprado mi sombrero, que como bien veía era un modelo muy elegante… ¡ah! ¡muy, muy, muy elegante!…

      Pero de pronto, a poco de rodar el coche, me puse muy seria, y olvidando por completo mi indumentaria y mi propia persona, comencé a observar la calle, a interrogar a tío Pancho, y a comunicarle mis personales observaciones.

      Era la primera vez que volvía a ver la ciudad desde la tarde de mi llegada.

      Familiarizada ya con el ambiente interior de Caracas, iniciada en los secretos de su espíritu, todo aparecía ahora ante mis ojos bajo un nuevo aspecto. Miraba el desfilar de las casas heridas por el sol de la hora, evocaba los relatos de Abuelita, sus amigas, sus románticas historias, y me parecía descubrir muy claramente, bajo la sombra maternal de los aleros, esas relaciones invisibles que tienen los objetos con sus dueños, lo animado mortal ante lo inanimado eterno, las huellas del pasado y de los muertos, todo eso que es como el alma, y como la aristocracia de las cosas.

      Tío Pancho comentaba señalando las anchas rejas que se alineaban a uno y otro lado sobre las aceras:

      —¿Ves las ventanas? ¿las ves casi todas cerradas? Pues hace apenas diez años, a estas horas, empezaban a abrirse ya, y de cinco a siete, la calle se volvía un jardín lleno de vida interior. Aquello era tradicional, era clásico, y era muy pintoresco. Pero el cinematógrafo ha venido a acabar con la ventana… sí; la señora aburrida que antes pasaba la tarde entera sentada en la reja para distraerse, y la muchacha enamorada que se ponía a hablar con el novio, y la que se asomaba para que la viera desde lejos el pretendiente que rondaba su casa, ahora ya, se van todas a la función vespertina de los teatros ¡y mientras los cinematógrafos se llenan, la calle se queda desierta!… Mira, mira qué pocas van siendo ya las ventanas abiertas.

      En efecto, casi todas estaban cerradas, y así, cerradas e iguales, escuchando la observación de tío Pancho yo las veía sucederse con melancolía:

      ¡Ah! ¡ventanas, floridas ventanas del tiempo de Abuelita! ¡Toscos altares del amor, donde los viejos barrotes en cruz son los únicos que siguen besándose eternamente!… ¡Y cómo me parecía descubrir ahora, en su quietud, el mismo enigma ancestral de mi fastidio, sentado tras de la reja, tejiendo telarañas de ensueño sobre el silencio mortal de la calle!…

      Y entretanto, Cristina, el coche, por la doble fila de apiñados barrotes iba trepando, trepando, ciudad arriba.

      Luego de haber subido un buen rato llegamos al barrio más elevado de Caracas, que es el barrio llamado de La Pastora. Subimos más todavía y salimos entonces a los arrabales.

      Tío Pancho continuaba satisfaciendo mis preguntas y aclarando mis recuerdos.

      Estos arrabales de La Pastora, que son los más altos y los más atrasados de Caracas, son también los más característicos. Allí las calles están empedradas con guijarros, las aceras son de laja, las verdes motas de hierba crecen por todas partes donde se asome un hilillo de tierra, y es el barrio que habitan generalmente los pardos, los pobres vergonzantes, y los enfermos que buscan el aire. Yo tenía ansia de mirar el dolor pintoresco de la miseria y, olvidando el paseo campestre, quise conocer primero todo el arrabal:

      —Llévame por las calles más viejas, tío Pancho, llévame por las más pobres, por las más feas, por las más sucias, por las más tristes, que quiero conocerlas ¡todas!

      Y bajo la dirección de tío Pancho, tras el pausado caminar de los caballos, comenzamos a tejer callejuelas; pero callejuelas, Cristina, que se empinaban o se precipitaban de un modo inverosímil. A veces, cesaba de repente el empedrado y la calle era una calle de tierra sin aceras. Cesaba después la calle; el coche se detenía, y ante el coche era entonces la quebrada, el surco profundo, con una escandalosa vegetación exuberante que se lanzaba ciudad abajo, inundando el tropel de los tejados como un gran desbordamiento verde.

      Por estas calles accidentadas y pintorescas, la vida interior de las casas, sí, se mostraba francamente con todo el impudor de su fealdad y de su miseria. Sobre las aceras, junto a las puertas entornadas, impidiendo el paso, se arrastraban los cuerpecillos desnudos de los niños del arrabal, negritos o mulatitos que apenas sabían СКАЧАТЬ