3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio
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Название: 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

Автор: Adela Zamudio

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: 3 Libros para Conocer

isbn: 9783985944521

isbn:

СКАЧАТЬ es que según parece, papá, antes de su desgracia, se había entusiasmado con no sé qué empresa industrial de hilandería, y en combinación con ella había hecho una gran siembra de algodón en San Nicolás que se hallaba ya completamente libre y floreciente. Cuando muerta Mamá y enfermo él, resolvió su viaje, asoció a tío Eduardo a la explotación del algodón, a la empresa industrial, le dio poderes generales, y lo nombró administrador de la hacienda.

      Luego se fue.

      —¿Qué ocurrió entonces? —continuó diciendo Abuelita, con su voz afirmativa trémula de convicción—. ¡Pasó lo que yo tanto le anuncié, lo que yo tanto presentía! Una vez allá se quedó en París indefinidamente, volvió a su vida disipada de soltero, se entregó a la ociosidad y gastando de nuevo a manos llenas, poco a poco fue perdiendo su fortuna y junto con ella perdió también lo que sólo era tuyo: ¡la pequeña herencia que te había dejado tu Madre!… Eduardo, por el contrario, trabajaba asiduamente, sin separarse de la hacienda, sin venir casi a Caracas; puede decirse que allí crecieron sus hijos; como es natural hizo economías y mientras tu Padre gastaba sin juicio, él iba adquiriendo más y más… Según me ha contado Eduardo, muy poco tiempo antes de la muerte casi repentina de tu Papá lo había llamado ya a fin de hacer juntos una liquidación… Esta se hizo después de la desgracia… De ella resultó que Antonio no dejaba sino deudas… y ¡asómbrate! Eduardo, no solamente las cubrió, sino que además con gran generosidad pagó los gastos extraordinarios de clínica y entierro; dio para tu viaje, dio para tu sostenimiento de tres meses en Europa, y por último, en obsequio tuyo, se desprendió también de esos diez mil bolívares que tan irreflexivamente malbarataste en París… ¿Comprendes ahora por qué me molesté ante las alusiones injustísimas de Pancho?… Eduardo ha sido muy generoso contigo; ¡es preciso que lo sepas y se lo agradezcas!… ¡ha sido muy generoso… muy generoso… casi tanto como lo es hoy día conmigo!…

      Estas palabras finales de Abuelita me habían ido cayendo en el espíritu como me hubiese caído en la cabeza una lluvia de plomo derretido. Sentí… ¡yo no sé lo que sentí!… El tono convencido y rotundamente afirmativo con que hablaba, había domado a tal punto mi espíritu, que en mi alma se mezclaba ahora con desesperada efervescencia, la indignación de la víctima despojada y la perplejidad humillante de la duda:

      ¡De manera que no solamente no tenía nada, nada en el mundo, sino que además debía vivir eternamente agradecida a tío Eduardo por sus beneficios! Pensaba en el aire de superioridad con que me había tratado María Antonia el día de mi llegada y me daban ganas de quemar uno tras otro todos; los objetos adquiridos por medio de aquellos diez mil bolívares. ¡Ah!… ¡qué humillación!… ¡qué rabia!…

      Pero de pronto me dominaba otra vez mi primera sospecha: ¡No!… ¡No!… Abuelita que hablaba de muy buena fe, estaría engañada tal vez por tío Eduardo… Sí… sin duda: ¡bien claro lo había dicho tío Pancho!… Además: ¡aquella cara!… ¡No en balde, me había parecido tan feo, tan horrible al verle por primera vez a bordo del vapor!…

      Cuando la voz de Abuelita, después de elogiar multitud de veces la generosidad infinita de tío Eduardo, se hubo callado al fin, yo, con los dientes muy apretados me quedé reflexionando un instante esto que te llevo dicho. Luego, mientras la gran barabúnda de perplejidades y de dudas se agitaba aún en mí, tratando de fingir indiferencia le repliqué con el mismo tono firme con que había hablado ella:

      —Pero Abuelita, yo no vi nunca que papá viviera en medio de ese despilfarro que tú dices, y siempre, siempre, hablaba de San Nicolás, como si fuese dueño único, exclusivo: ¿cómo es posible que no se hubiera dado nunca cuenta de su absoluta ruina?

      —Tu Padre, hija mía —continuó diciendo Abuelita con su tono convencido y magnetizador—, tu padre en Europa no volvió a ocuparse más del estado de sus negocios. Vivía entregado a un libro de críticas históricas que según parece estaba escribiendo, y… ¡a otras distracciones!…

      Calló un instante, y después añadió más enérgicamente sembrando las palabras de pausas y de misteriosas reticencias:

      —¡Ah!… ¡los hombres!… Los hombres, hija mía, gastan a veces mucho… mucho… ¡ese París!… ¡ah! ¡ese París!… es el sepulcro de todas nuestras grandes fortunas, y muchas veces, es también el sepulcro de la felicidad honrada y tranquila…

      Continuó hablando y el tono misterioso continuó su obra de sugestión; porque ya, muda, con los ojos abiertos, fijos sobre las matas del patio, sumida enteramente dentro de la duda sólo tenía fuerzas para comentar conmigo misma:

      —¡Y quién sabe!… ¡quién sabe!

      ¡Sí!, lo único que verdaderamente sabía, es que en aquella mañana, en aquella hora negra que acababa de pasar, se había revelado a mis ojos un hecho evidente, irremediable y espantoso: ¡la absoluta pobreza, sin más remisión ni más esperanza que el apoyo de los mismos que me habían quizás despojado!

      Abuelita, conmovida sin duda por mi silencio aprobador, suavizando la voz más y más, seguía torturándome por querer consolarme:

      —Comprendo, hijita mía, que estas noticias te contraríen, pero piensa… ¡piensa que no estás sola en este mundo!… ¡Cuántas otras hay más desgraciadas que tú, porque viven en la absoluta miseria y tienen además que trabajar para poder comer! ¡De cuántos peligros no se ven rodeadas! A ti no te faltará nada mientras yo viva… Desgraciadamente, no soy rica, no tengo sino lo indispensable; pero sé que Eduardo velará siempre por mí, y yo, a mi vez me ocuparé de llenar todas tus necesidades… Por otro lado, eres bonita, distinguida, estás bien educada, perteneces a lo mejor de Caracas… ¡harás sin duda un buen matrimonio!… No veas tu situación desde el punto de vista europeo. Allá la pobreza de una joven representa generalmente el fracaso completo de su vida. Aquí no… Allá se le dice a la mujer: «Tanto tienes, tanto vales». Aquí no, aquí sólo cuenta el ser bonita y sobre todo: ¡virtuosa! En nuestra sociedad, muy decaída por otros conceptos, existe todavía cierta delicadeza en los hombres. Nuestros hombres, tienen un verdadero culto por la mujer virtuosa, y cuando van a casarse no buscan nunca a la compañera rica, sino a la compañera irreprochable… ¡Por eso, por eso hija mía, te quiero ver siempre sin la más leve sombra de ligereza! Quiero que seas severísima contigo misma, María Eugenia. Óyelo bien: en todas partes, y aquí más que en todas partes, la virtud de una mujer intachable vale muchísimo más que su dinero… Mira, yo era pobre cuando tu abuelo se enamoró de mí y… fui feliz… ¡ah! ¡tan feliz!… Tu abuela paterna, Julia Alonso, se casó con Martín, millonario, cuando ella y su familia vivían en la miseria más completa: ¡tenían que trabajar para poder comer!… Rosita Aristeigueta, parienta nada menos que de Bolívar y del Marqués del Toro… Las Urdaneta… Las Soublette… Las Mendoza… María Isabel Tovar, mi prima…

      Y remontándose otra vez setenta años arriba, Abuelita, con su voz suavísima de caricia, comenzó a tejer una tras otra, sencillas crónicas de amor, en las cuales, sin interés de dinero surgían matrimonios de una felicidad idílica, patriarcal…

      Sentada junto a ella, mirando las matas del patio, inmóvil, petrificada, en mi desastre, me di a escuchar en silencio las viejas historias de las viejas amigas de Abuelita; escuché después las de las hijas, y escuché por fin las de las nietas. Las oí todas con resignación y con melancolía. Y es que para mis oídos, aquellos nombres eran dulcemente evocadores. Los había escuchado muchas veces, pronunciados por la boca de papá, cuando él también refería con objeto muy distinto al de Abuelita, el mismo proceso de la aristocracia de Caracas, es decir, la dolorosa historia de casi todos aquellos «criollos» descendientes de los conquistadores, que se llamaron «mantuanos» en tiempos de la Colonia, que fundaron y gobernaron las ciudades; que grabaron sus escudos en las puertas de las viejas casonas; que hicieron con su sangre la СКАЧАТЬ